Acampada mortal II
Caminó durante lo que pareció una hora, hasta que llegó a un claro. Allí, el suelo estaba removido, tierra recién cavada, un olor a humedad… y algo más denso: sangre.
Había una pala clavada en el centro y, junto a ella, una bolsa. La de Clara.
Marcial se acercó con lentitud. Cada músculo de su cuerpo le gritaba que huyera, que no siguiera adelante, pero se obligó a mirar dentro de la bolsa. Estaba vacía. Ni rastro de Carmen.
Entonces escuchó algo parecido a un gemido. Se giró bruscamente, mirando entre los árboles. No vio nada. Pero el gemido volvió, esta vez justo detrás de él. Cuando se dio la vuelta, no había nadie.
Lo que más le llamó la atención fue que, pese a estar en pleno bosque, no se escuchaba ningún animal. Ni un pájaro, ni tan siquiera un insecto. Solo estaba él… y algo —o alguien— que lo vigilaba desde los márgenes del bosque.
—Carmen… ¿Carmen? —ni él mismo estaba seguro de haber emitido ese sonido.
De repente, una figura apareció entre los árboles. No caminaba, se deslizaba como una serpiente. Marcial retrocedió y tropezó con algo que lo hizo caer de espaldas.
La figura se detuvo a unos metros. Era alta, muy alta. Vestía de oscuro y, en lugar de rostro, tenía una especie de máscara. Los ojos estaban vacíos. No decía nada. No se movía.
En ese momento, Marcial comprendió que no solo estaban los asaltantes… también estaba aquella criatura.
Permaneció en el suelo, paralizado. La figura no avanzaba, no retrocedía. Solo estaba ahí, inmóvil. Algo en ella era más aterrador que cualquier amenaza física. Y entonces, sin emitir ningún sonido, desapareció. No se giró, no caminó… simplemente desapareció.
Marcial parpadeó. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. Se puso de pie, con la vista ligeramente borrosa.
—¿Estoy perdiendo la cordura… o es todo real?
Pensó en Carmen. Siguió caminando como un autómata. Se arañó los brazos con la maleza, la llamó una y otra vez, aunque cada vez con menos fuerza. De repente, frente a sus ojos, apareció una cabaña. Estaba escondida entre la vegetación. La madera podrida, sin ventanas. Marcial se acercó con precaución. La puerta estaba entreabierta. Desde el interior salía un fuerte olor a humedad y putrefacción.
La empujó con lentitud. El interior estaba a oscuras, pero el amanecer filtraba algunos rayos de sol entre las rendijas. Las paredes estaban cubiertas de símbolos tallados a cuchillo, y en el centro había un altar rudimentario hecho con piedras y restos de animales. Al fondo… una figura encadenada.
—¡Carmen!
Ella levantó la cabeza. Tenía el rostro golpeado, pero estaba viva. Atada con grilletes a una viga, los ojos llenos de lágrimas y el rostro desbordado de terror.
Marcial corrió hacia ella. Intentó romper las cadenas, pero era inútil. Estaban firmemente aseguradas.
—Vinieron anoche —susurró Carmen—. No se fueron. No son solo ladrones, Marcial. Hay algo más. Los vi… haciendo rituales con otros cuerpos.
—Tenemos que sacarte de aquí —dijo él.
En ese momento, un crujido cerca de la puerta. Marcial se giró. La silueta de alguien se recortó en la claridad del exterior. No era solo uno. Más figuras se acercaban. Todos llevaban la misma máscara.
La puerta se cerró de golpe. La oscuridad volvió a reinar. Afuera, los encapuchados comenzaron a cantar. Era un canto poderoso… uno que helaba la sangre. Y en el altar, algo comenzó a moverse. Un bulto envuelto en mantas.
Marcial lo miró… y comprendió.
No era un bulto. Era una criatura. Y acababa de despertar.
El bulto tembloroso se agitaba como si intentara liberarse. Marcial se ahogaba. Carmen, encadenada. La puerta cerrada. El aire se volvía irrespirable, impregnado con un hedor a carne podrida.
Las voces del exterior no cesaban.
—¡Marcial, no lo mires! —gritó Carmen.
Una mano —o algo similar a una mano— emergió de debajo de la manta. Era larga, delgada, y goteaba un líquido oscuro, espeso, como aceite.
La criatura se alzó lentamente. No tenía rostro definido. No caminaba… se deslizaba sobre el altar como un gusano.
—¡Corre, Marcial! ¡Sal de aquí! —gritó Carmen.
Pero él no podía moverse. Algo invisible lo mantenía inmóvil.
La criatura emitió un chillido agudo. Marcial cayó de rodillas. Sangraba por la nariz. Las paredes temblaban. La puerta se abrió de golpe. Los encapuchados irrumpieron en la cabaña. Uno de ellos se acercó al altar y, con una reverencia, alzó un cuchillo, ofreciéndoselo a la criatura.
Los demás se giraron hacia Marcial. En un gesto de desesperación, gritó:
—¿Por qué? ¿¡Por qué yo!?
Uno de los encapuchados se quitó la máscara. Tenía un rostro humano… pero deformado.
—Porque entraste al bosque. Y el bosque te eligió.
La criatura se abalanzó sobre él.
Después… solo oscuridad y silencio.
Dos días después, un grupo de excursionistas encontró el campamento destruido. Avisaron a la policía. Se organizaron búsquedas con perros y helicópteros. No encontraron rastro alguno. Ni de Marcial ni de Carmen.
Solo, en un claro del bosque, hallaron restos de ceniza y un símbolo extraño grabado en la tierra. Algunos dijeron haber visto huellas que no eran humanas. Otros afirmaban haber escuchado ruidos entre los árboles.
El caso fue cerrado como “desaparición sin explicación”.
Pero en el bosque, cuando el viento sopla con fuerza, algunos aseguran que se escucha un grito lejano… y una voz que llama una y otra vez:
—Carmen… Carmen…