Acampada mortal
La noche había caído como un espeso manto sobre el bosque conocido como El Pinar, un lugar apartado al que pocos turistas se aventuraban, precisamente por su fama de estar demasiado lejos de todo. Pero para Carmen y Marcial, eso era exactamente lo que buscaban: desconectarse, dejar atrás la ciudad, el ruido, los teléfonos… y simplemente dormir bajo las estrellas.
Eran cerca de las nueve cuando terminaron de montar la carpa de su tienda de campaña. El cielo, limpio de nubes y repleto de estrellas, prometía una noche tranquila. Habían cenado algo rápido: pan, embutidos y un par de copas de buen vino tinto que Marcial había traído con mucho cuidado.
Todo parecía perfecto. Rieron, compartieron anécdotas y, cuando la brisa comenzó a enfriar la noche, se metieron abrazados en su saco de dormir. Al principio solo se abrazaron, pero al poco rato acabaron haciendo el amor como lo que eran: dos enamorados durmiendo bajo las estrellas.
Pero en la madrugada, algo cambió.
Primero fue un crujido. No muy fuerte, apenas perceptible, pero suficiente para que Carmen abriera los ojos. Miró a su alrededor, desorientada por la oscuridad, a pesar del cielo estrellado. Marcial dormía profundamente… o al menos eso parecía. Entonces, otro sonido: ramas partiéndose bajo un pie. O tal vez varios.
Intentó convencerse de que era un animal. Tal vez un ciervo, o un jabalí en busca de comida. Había leído que esos animales salían por las noches en busca de agua. Pero algo no encajaba. El silencio posterior era demasiado… premeditado.
—¡Marcial! —susurró Carmen, tocándole el brazo—. ¿Escuchaste eso?
—¿El qué? No escuché nada. Vuelve a dormir —respondió Marcial, aún somnoliento.
Pero Carmen no podía. Se quedó sentada, con los ojos fijos en la tela roja de la tienda, intentando ver a través de ella. Entonces, algo más sucedió: un roce, muy cerca. Luego, una sombra proyectada por la luz de una linterna. Alguien se movía afuera… no era uno. Eran varios.
Sintió el corazón acelerarse. En ese momento, Marcial se incorporó, ahora sí, más nervioso.
—¿Quién anda ahí? —gritó, intentando sonar firme.
No hubo respuesta. Solo silencio.
Y entonces, todo ocurrió muy rápido.
La tela roja de la tienda se rasgó de arriba a abajo. Una navaja, o quizás un cuchillo muy afilado, cortó la lona como si fuera papel. Antes de que pudieran reaccionar, dos manos entraron por la abertura y agarraron a Carmen por los tobillos, arrastrándola con fuerza hacia el exterior. Gritó, pero su voz quedó ahogada, rota por el miedo.
Marcial intentó sujetarla, pero algo —o alguien— lo golpeó en la cabeza con brutalidad, dejándolo casi inconsciente. Apenas alcanzó a distinguir rostros cubiertos con pasamontañas. Ojos desquiciados, rabiosos. Uno de ellos le apuntaba a la cara con una linterna, como si fuera un foco de interrogatorio. La luz lo cegó. Luego vino otro golpe. Después… solo oscuridad.
Carmen forcejeó, arañó, pataleó como nunca antes lo había hecho. Logró soltarse y corrió hacia la arboleda como una gacela. Pero en la carrera no vio una raíz sobresaliente. Cayó de bruces al suelo.
Antes de poder levantarse, sintió un aliento caliente en la nuca. Unas manos sucias la giraron bruscamente.
—No grites —dijo una voz seca—. Si gritas, lo matamos —sentenció.
Ella se quedó inmóvil. Podía ver a Marcial tirado en el suelo, sin moverse. ¿Estaba vivo? ¿Muerto? Su mente no podía decidir si aquello era una pesadilla o la más cruda realidad.
¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían?
Las respuestas llegaron pronto. Uno de ellos empezó a revisar su mochila; otro destrozó la tienda buscando objetos de valor.
—¡No hay nada! Solo un par de móviles, algo de dinero y ropa sucia —vociferó el que rebuscaba, arrojando la linterna al suelo con furia.
—Tranquilo —dijo otro, el que parecía ser el líder—. Igual vamos a divertirnos un rato —añadió, mirando a Carmen con lascivia.
Carmen tragó saliva. Su cuerpo temblaba. Algo dentro de ella le gritaba que aquello iba mucho más allá de un simple robo. Los minutos se volvieron eternos. Nadie podía ayudarlos. Y los atacantes lo sabían. Parecía que habían elegido a sus víctimas con cuidado, sabiendo que estaban completamente solos.
Cuando el reloj marcaba las 4:17, todo volvió a quedar en silencio. Los hombres desaparecieron entre los árboles como sombras.
Marcial despertó varias horas después, solo. Con el cuerpo dolorido y la cabeza palpitando, se arrastró como pudo hasta lo que quedaba del campamento. Gritó:
—¡Carmen! ¡Carmen!
Una, dos, diez veces. No hubo respuesta. Solo los restos del caos: mochilas vacías, ropa tirada, botellas rotas y huellas borrosas en la tierra húmeda. Había sangre en la hierba. ¿De quién? ¿De él? ¿De Carmen?
El silencio del bosque pesaba como una losa. Se apoyó en un tronco caído, respirando con dificultad. Al tocarse la cabeza, sintió sangre seca pegada al cuero cabelludo. A lo lejos, los primeros rayos del sol asomaban entre los árboles, pero el bosque seguía en sombras, como si el sol no se atreviera a entrar.
—Carmen… —susurró con la poca voz que le quedaba.
Intentó ponerse de pie, pero las piernas no le respondían. Mareado, cayó de nuevo al suelo. Respiró hondo. Tenía que encontrarla. No sabía si se la habían llevado… o si la habían dejado muerta en algún rincón del bosque.
El campamento estaba completamente destruido. No quedaba nada útil. Ni los móviles, ni la brújula, ni siquiera el botiquín de emergencia. Los atacantes se habían asegurado de dejarlos incomunicados.
¿Y Carmen? ¿Dónde estaba?
Entonces vio algo: una tira de tela, enganchada en una rama, a unos diez metros del campamento. Era parte de una sudadera azul. La misma que Carmen llevaba aquella noche.
Siguió el rastro. Luego vio pisadas, pero no llevaban a ningún sitio claro. Aun así, Marcial avanzó, guiado por algo más fuerte que la lógica: la desesperación.
Continuará…