El amuleto

2025-01-20T12:18:12+01:0020/01/2025|

Andrés ajustó las correas de su vieja bicicleta de montaña una última vez antes de partir. Había vendido casi todas sus pertenencias, dejando una carta para sus amigos y familiares en la que explicaba su decisión final: se marchaba para dar la vuelta al mundo en bicicleta, sin teléfono, sin dinero y sin apoyo logístico de ninguna clase. Solo él y su bicicleta.

Nadie entendió por qué lo hacía. En el fondo, ni él mismo sabía la razón de esa decisión; simplemente sentía una imperiosa necesidad de hacerlo.

Las primeras semanas fueron una mezcla de libertad y caos. Sin un plan fijo, sin una ruta clara, Andrés siguió por carreteras secundarias que serpenteaban lejos de las ciudades. Solía ​​detenerse en pequeños pueblos y dormir en los bosques. Pasó mucha hambre. Aprendió a buscar comida en contenedores de basura, a pedir las sobras en las cocinas de los restaurantes y, sobre todo, a improvisar camas con ramas, cartones y lonas viejas.

Hubo momentos en los que el cansancio lo vencía, pero la idea de regresar nunca pasó por su mente.

Una tarde, mientras pedaleaba por los Pirineos, sintió una sensación extraña. Estaba subiendo un puerto de montaña cuando percibió que lo observaban. Se detuvo, respirando entrecortadamente, y miró a su alrededor. Solo estaban él, las montañas y su bicicleta.

Reanudó la marcha, aunque esa sensación no desapareció. Esa noche, mientras acampaba junto a un río, encontró un pequeño colgante de metal en el suelo. Era un amuleto en forma de ojo. No recordaba haber visto antes algo parecido, pero lo guardó como un secreto.

En Francia, mientras pedaleaba bajo una lluvia torrencial, un hombre de cabello canoso apareció en la carretera. Estaba parado junto a una bicicleta vieja y oxidada, con un cartel que decía:
“Viajo hacia lo desconocido”.

Andrés frenó, intrigado.
—Tienes un largo camino por delante, pero no todos los caminos llevan a donde crees —dijo el hombre, sin presentarse.

Andrés intentó preguntar qué significaban esas palabras, pero el hombre simplemente sonriendo, señalando hacia adelante. Cuando Andrés volvió la vista hacia atrás, el hombre ya había desaparecido.

Meses después, el calor abrasador del Sahara lo golpeaba con fuerza. El agua era escasa y sus piernas temblaban con cada pedalada. Fue entonces cuando vio algo en el horizonte: una figura encapuchada que caminaba hacia él. Al acercarse, Andrés sintió un escalofrío que no correspondía al calor del desierto.
—¿Quién eres? —preguntó.

La figura no respondió, pero le entregó una cantimplora y un trozo de pan tierno. Cuando Andrés tomó el agua, el desconocido habló:
—No todos los que viajan encuentran lo que buscan.

Antes de que pudiera preguntar nada, el hombre desapareció en medio de una tormenta de arena.

Viajando por Asia, llegó a un bosque que no figuraba en ningún mapa. La gente del lugar lo llamaba “El Bosque de las Sombras” y le advirtieron que no entrara. Pero la curiosidad lo venció. Al adentrarse, notó que los árboles parecían moverse ligeramente, como si lo observaran. Extraños símbolos estaban grabados en los troncos.

Una noche, mientras dormía, despertó sobresaltado al escuchar pasos a su alrededor. Salió de la tienda de campaña, pero no había nadie, solo un mensaje escrito en el suelo:
“Regresa antes de que sea demasiado tarde”.

El mensaje lo dejó helado. La escritura era reciente, pero no se veía a nadie. Desmontó el campamento y pedaleó con todas sus fuerzas para salir del bosque. Sentía el crujir de las ramas, como si alguien lo siguiera. Finalmente, logró salir de ese lugar.

En Sudamérica, mientras avanzaba por una carretera en los Andes, el viento cortaba su rostro y las noches eran un suplicio de frío. Una tarde, mientras descansaba en una pequeña aldea, un anciano se le acercó.
—Eres persistente. Cada paso que das te acerca más a la verdad —dijo el hombre.

Andrés, desconcertado, intentó obtener alguna respuesta, pero el anciano solo señaló su bicicleta. Cuando Andrés miró hacia ella, vio que el amuleto brillaba con intensidad.
—Cuídalo bien. Será tu guía —añadió el anciano.

Cuando Andrés se giró para volver a mirarlo, el hombre ya no estaba.

Dos años después de su partida, Andrés regresó al lugar de origen. Había recorrido montañas, desiertos y selvas, sobreviviendo al hambre y al frío. En su mente todavía resonaba una pregunta:
“¿Por qué hice este viaje?”.

Al mirar el horizonte, sintió una extraña paz. Sacó el amuleto de su bolsillo y notó que brillaba con más intensidad que nunca. En ese instante, todo pareció detenerse. Solo pudo escuchar una voz lejana que le decía:
—Ya estás listo.

Guardó el amuleto en su bolsillo, subió a la bicicleta y, sin mirar atrás, comenzó a pedalear hacia el amanecer.

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