Fin de año
Como casi cada año por estas fechas, la nieve caía sobre los tejados de pizarra del pueblo. Un lugar situado en el corazón del valle, rodeado de montañas que se alzaban majestuosas hacia el cielo. El pueblo se llamaba Espíritu, un nombre tan curioso como su historia.
En Espíritu, el 31 de diciembre no era una fecha de celebración. Mientras en el resto del mundo la gente alzaba sus copas y contaba los segundos para recibir el Año Nuevo, en este lugar comenzaba el silencio más profundo que alguien pudiera imaginar.
Las puertas se cerraban con múltiples cerrojos; incluso las ventanas se aseguraban con tablones para que nada ni nadie pudiera entrar. Las chimeneas ardían toda la noche, manteniéndose encendidas como si el fuego pudiera proteger a los habitantes de lo que acechaba en las sombras. Nadie osaba encender luces, y todas las familias se reunían en una sola habitación, rezando con fervor. Temían que cualquier sonido atrajera la atención de aquellos que caminaban entre las sombras de la noche. Nadie miraba hacia fuera, sin importar cuán desgarradores fueran los gritos, y siempre había gritos.
Todo comenzó hace siglos, tanto tiempo atrás que nadie en el pueblo recordaba exactamente cuándo fue. La historia, transmitida de generación en generación, hablaba de una maldición que había caído sobre Espíritu cuando un hombre llamado Mark, cegado por la codicia, profanó el cementerio en busca de un supuesto tesoro enterrado en una de las tumbas.
Según las leyendas, Mark no encontró ningún tesoro, pero desató algo mucho peor: despertó el odio de los muertos. Esa noche, el cementerio cobró vida. Los habitantes del pueblo contaron cómo las tumbas se agrietaban, y manos esqueléticas emergían desde el interior de los féretros, seguidas por cuerpos putrefactos envueltos en un aura de almas enfurecidas.
Mark fue el primero en caer, arrastrado hacia los infiernos por las sombras mismas que había despertado. Desde entonces, cada Nochevieja, al sonar las doce campanadas, los muertos emergen del cementerio de Espíritu, vagando por las calles en busca de los vivos. Arrastran cadenas, gimen y ríen con sonidos que hielan la sangre.
La historia cuenta que cualquiera que se atreva a enfrentarse a ellos está condenado. Durante el año siguiente, esa persona muere y su alma se une al resto de los espectros que recorren el pueblo en esa noche maldita.
Año tras año, la tradición se mantiene. Los padres enseñan a sus hijos qué hacer: cerrar todo antes de que anochezca, no asomarse a las ventanas y, sobre todo, jamás abrir la puerta, sin importar lo que escuchen afuera.
Algunas historias hablan de familias que ignoraron las advertencias. Varias murieron de forma misteriosa al año siguiente; otras simplemente desaparecieron, como si la tierra se las hubiera tragado. Una de las más conocidas cuenta cómo una mujer, vecina del pueblo, cometió el error de asomarse por una ventana mal cerrada. Aquella noche, los vecinos escucharon cómo sus gritos se mezclaban con los de los muertos. A la mañana siguiente, su casa estaba vacía, completamente en orden, salvo por un pequeño montón de cenizas en el suelo, como si alguien hubiera sido calcinado.
Todo había sido así por generaciones. Pero este año, cerca de Navidad, llegó un viajero al pueblo. Era joven y no creía en supersticiones. Los vecinos intentaron advertirle sobre lo que ocurría la última noche del año, pero él solo se reía, como si le contaran un cuento infantil.
—No existen los fantasmas. Y si existieran, ¿por qué huir de ellos? —decía con una sonrisa confiada.
Los que hablaban con él lo miraban con una mezcla de lástima y terror. Algunos intentaron persuadirlo para que abandonara Espíritu antes del 31 de diciembre, pero él decidió quedarse.
Cuando llegó la noche fatídica, el viajero se encerró en la habitación que había alquilado en la posada. No colocó tablones ni aseguró puertas o ventanas; simplemente encendió una lámpara, se sirvió una botella de licor y preparó su pipa para fumar.
A las once y media, el pueblo estaba sumido en un silencio sepulcral. Desde su ventana, el viajero observaba las calles vacías y oscuras. Aunque estaba algo inquieto, mantenía su seguridad y firmeza.
¿Sobrevivirá? El próximo capítulo lo revelará.