Chicles

2024-09-30T12:35:59+01:0030/09/2024|

La ciudad era industrial, y la fábrica más importante era la famosa “Don Gum”, conocida por su especialidad: los chicles “Tartar”, los mejores del mercado. Su inconfundible aroma a menta o fresa, junto con otros sabores, la hacían la más destacada del país.

Todo cambió hace algunos meses, cuando muertes repentinas comenzaron a azotar la nación, todas relacionadas con uno de sus productos. Las personas caían fulminadas pocos minutos después de masticar un chicle, y sus corazones se detenían sin previo aviso.

En un principio, los médicos atribuyeron las muertes a ataques cardíacos, pero pronto comenzaron a notar que los casos eran inusualmente frecuentes y afectaban a personas de todas las edades. La policía, bajo la dirección del inspector Gabriel Marín, comenzó a recibir informes de los laboratorios que señalaban una coincidencia alarmante: todas las muertes estaban vinculadas con el consumo de los chicles “Tartar”. La noticia se extendió rápidamente, y la gente empezó a evitar los productos de la fábrica. Las ventas cayeron en picado, lo que amenazaba con llevar a la empresa a la ruina.

El inspector Marín descubrió algo aún más inquietante: alguien desde dentro de la fábrica estaba envenenando los chicles. Un análisis forense reveló que un compuesto altamente tóxico en pequeñas cantidades era el responsable de las muertes. El veneno era tan letal que solo una dosis mínima bastaba para detener el corazón de los consumidores. No se trataba de un accidente ni de una contaminación involuntaria, sino de un acto premeditado, realizado por alguien con acceso total a la planta.

Decidido a resolver el caso antes de que más personas murieran, el inspector Marín infiltró a uno de sus mejores agentes, el oficial Sánchez, como trabajador en la fábrica. Durante dos semanas, Sánchez se mezcló con los empleados, observando cuidadosamente sus rutinas. El proceso de fabricación era simple pero repetitivo: las máquinas procesaban la goma base, luego la mezclaban con los sabores y otros ingredientes antes de cortarla en pequeños cuadrados que se empaquetaban en porciones individuales.

Con el tiempo, Sánchez notó que un hombre destacaba entre los demás: Roberto, un operario veterano que llevaba más de veinte años en la fábrica. Era un hombre reservado, siempre con una mirada tensa. Mientras que los otros empleados interactuaban entre sí, Roberto evitaba cualquier tipo de contacto. Trabajaba con una precisión impecable, especialmente al manejar los ingredientes.

Un día, Sánchez vio a Roberto manipular pequeños frascos que no correspondían a los ingredientes habituales. Los lanzó al cubo de basura una vez acabó. Intrigado, Sánchez recogió uno de los frascos y lo olió discretamente: era el químico tóxico que había estado matando a los consumidores.

A partir de ese momento, Sánchez decidió investigar el pasado de Roberto. Lo que descubrió fue inquietante: hacía diez años, Roberto había sufrido una tragedia personal que casi nadie conocía. Su hijo, de apenas ocho años, había muerto en circunstancias extrañas, aparentemente un accidente. El niño solía jugar cerca de la fábrica mientras su padre trabajaba largas horas. Un día, el pequeño encontró uno de los chicles defectuosos que había sido desechado por la fábrica. Inocentemente, lo masticó, sin que nadie imaginara que uno de los ingredientes le provocaría una severa reacción alérgica que acabaría con su vida.

La fábrica negó toda responsabilidad, y el caso fue archivado como un desafortunado accidente. Nadie pagó por lo sucedido, y la injusticia se fue clavando cada vez más profundamente en el corazón de Roberto. Día tras día, mientras trabajaba entre las máquinas, su rencor creció, transformándose en un odio implacable. Decidió vengarse de la empresa de la única manera que sabía: envenenando sus productos. Su objetivo no era matar indiscriminadamente, sino destruir la reputación de la fábrica y llevarla a la ruina.

Durante el turno de noche, cuando apenas había empleados, Roberto introdujo pequeñas cantidades de veneno en los ingredientes. Para él, cada chicle contaminado era una pequeña victoria en su guerra personal. Los jefes y encargados nunca sospecharon del reservado y veterano trabajador.

Después de semanas observando, Sánchez sabía que era momento de actuar. Había visto a Roberto mezclar el veneno en varios lotes de chicles y decidió enfrentarlo. Lo siguió hasta el pequeño cuarto donde practicaba sus mortales mezclas. Cuando Roberto entró, se sorprendió al ver a Sánchez esperándole.

—Sabes que te he descubierto, ¿verdad? —dijo Sánchez.

Roberto no mostró sorpresa. Había algo en su mirada que indicaba que había estado esperando este momento desde hacía tiempo.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó.

—Lo que estás haciendo no devolverá la vida a tu hijo —replicó Sánchez.

Al escuchar estas palabras, Roberto dio un paso atrás. Con una expresión resignada, tomó un frasco del veneno letal y lo llevó a sus labios. En cuestión de segundos, cayó fulminado a los pies del inspector.

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