La madrastra
La nueva casa a la que se mudó la familia era antigua, con paredes que parecían querer contar viejas historias y una fachada que emanaba misterios ocultos. Luisa, una mujer que había encontrado el amor junto a Juan, un hombre viudo con dos niñas a su cargo, estaba decidida a formar una nueva familia y llenar la casa de risas y alegría. Las niñas se llamaban Marisa y Sonia.
Desde la primera noche, Luisa sentía una extraña sensación. Las habitaciones, aunque acogedoras durante el día, al llegar la noche se volvían opresivas, lo cual no le gustaba nada. A pesar de su inquietud, Luisa no quiso compartirlo con su pareja para no preocupar a la familia; siempre pensó que eran cosas suyas.
La primera noche, Juan durmió profundamente, agotado por el trasiego de la mudanza y los arreglos en su nuevo hogar. Luisa, en cambio, se despertó alrededor de la medianoche con una sensación de angustia. Sin ser plenamente consciente de sus acciones, se levantó y se dirigió a la cocina. Allí, extrajo de uno de los cajones un cuchillo de grandes dimensiones, de los que se usan para cortar carne. Sus movimientos eran lentos y deliberados, como si estuviera siguiendo un guion que solo ella conocía.
Con el cuchillo en la mano, Luisa subió las escaleras y se dirigió a la habitación de las niñas, que dormían plácidamente, ajenas a la presencia de Luisa. Ella se quedó inmóvil en un rincón de la habitación, observándolas con ojos rojos. Durante dos horas permaneció allí sin moverse, prácticamente sin pestañear. Justo cuando el primer rayo de sol entraba por la ventana, Luisa salía de la habitación y regresaba a su cama.
Ese comportamiento se repitió noche tras noche. Juan dormía plácidamente sin enterarse de nada, pues cuando despertaba, ella ya estaba a su lado en la cama. Sin embargo, Marisa y Sonia comenzaron a hablar entre ellas sobre la figura que veían por las noches en su habitación. Algunas veces, Marisa despertaba a Sonia en medio de la noche, susurrando que la sombra estaba allí de nuevo. Las niñas, asustadas, se abrazaban fuertemente hasta que volvían a quedarse dormidas.
Durante el día, Luisa no tenía ningún recuerdo de sus visitas nocturnas y continuaba su rutina diaria, ajena a los murmullos y miradas de las niñas. Una noche, Juan se despertó más temprano de lo habitual. Extrañado por la ausencia de Luisa, decidió buscarla. Al llegar a la habitación de las niñas, quedó horrorizado al ver a su mujer en un rincón de la habitación, con un gran cuchillo en las manos, mirando fijamente a las niñas. Sin pensárselo, se abalanzó sobre Luisa, inmovilizándola. El grito de las niñas despertó a Luisa de su trance. Desconcertada y asustada, soltó el cuchillo y miró a Juan y a las niñas sin comprender qué estaba pasando.
Juan, preocupado y confuso, decidió llevar a Luisa a un médico. Las pruebas y análisis no revelaron nada fuera de lo común. Finalmente, un amigo les sugirió que visitaran a un médium. Desesperados por hallar una solución e intentar entender el comportamiento de Luisa, aceptaron la recomendación.
El médium, un hombre anciano de aspecto desaliñado, los recibió en una sala repleta de objetos esotéricos. Tras una larga sesión, se reveló que la casa estaba habitada por espíritus con malas intenciones, especialmente concentrados en la habitación de las niñas. Luisa, en un estado de sonambulismo total por las noches, era sensible a esas presencias y sentía la necesidad de proteger a las niñas, aunque no era consciente de ello.
Con la ayuda del médium, la familia realizó una ceremonia de limpieza espiritual en la casa. La tensión y el miedo que antes se notaban en la casa empezaron a cambiar para bien. Luisa se sintió aliviada por el miedo que había causado involuntariamente.
A partir de ese día, Juan y Luisa pudieron dormir tranquilamente. Las niñas tardaron varios días, aunque al final también se relajaron y durmieron plácidamente. Luisa ya no se levantaba, y el cuchillo permanecía en un cajón de la cocina.
Sin embargo, cada vez que Luisa pasaba por la habitación de las niñas, no podía evitar sentir un ligero escalofrío, como si una fría mano se apoyara en su espalda…