El conductor
Toda la vida he sido conductor de autobuses. Cuando cumplí 24 años me saqué el último carnet; siempre conducía en líneas regulares, a veces hacía alguna salida organizada de fin de semana con grupos.
Nunca olvidaré el 18 de marzo de aquel fatídico año de 1985, mi ruta era de Medina de Aragón a Bechite, como seguramente sabéis, esto está en Aragón. Siempre circulaba por la A 222, esta es la carretera que tiene la recta más grande de España, 16 kilómetros de recta, alguno de ellos en subida. Aquel día, la lluvia era bastante intensa, no era el mejor día para empezar la semana.
Eran seis los pasajeros que me acompañaban ese día: dos mujeres, una de ellas embarazada; cuatro hombres, tres de ellos con mono de trabajo; el cuarto era un hombre que no conocía, era la primera vez que hacía este trayecto, los demás todos conocidos.
Apenas hacía cuatro minutos que salimos de Medina del Campo, el pasajero desconocido empezó a toser. Poco a poco fue subiendo de intensidad, cada vez era una tos más fea, no podía parar por las características de la carretera. Los demás pasajeros le ofrecían caramelos y agua para que se le pasara la tos. Todo continuó igual durante unos minutos, un grito de la mujer embarazada llamó mi atención.
—Se está poniendo morado, no puede respirar —gritó mientras empezaron los llantos.
Los demás pasajeros asentían.
—Se está muriendo.
No me lo pensé y aceleré la velocidad, frente a nosotros venía otro autobús en dirección contraria a la nuestra, no podía reducir, sería peligroso. Hice señales con las luces y el claxon para avisar, suerte que el otro chofer se dio cuenta de que algo grave pasaba y se desvió hacia la tierra del lateral. Pude ver la cara de asustado que tenía, si no se hubiera apartado, el choque hubiera sido mortal. Los pasajeros intentaban reanimar al pasajero enfermo.
—Corra, por Dios, que se nos muere.
Esta fue la única vez que infringí todas las normas de circulación posible. Estábamos ya a la entrada de Bechite, en la parada había tres pasajeros esperando para subir, se quedaron sorprendidos que no parara. No pensaba detenerme, mi destino ahora mismo era otro: no podía parar hasta el hospital. Estaba en las afueras, a dos minutos de desesperación por la persona que estaba perdiendo la vida por momentos.
El claxon no dejé de utilizarlo en ningún momento, la velocidad era muy alta para estar dentro de una población, en cualquier momento podía atropellar a algún peatón. Varias personas que vieron pasar el autobús se asombraban, ninguno intentó cruzar la calzada.
En el momento que pude parar frente a la salida de urgencias, dos camilleros se acercaron con una camilla corriendo, intuyendo que algo grave pasaba.
Pude mirar a la cara al pasajero mientras se lo llevaban, no vi ningún síntoma de vida. Los doctores me confirmaron que había fallecido unos minutos antes de un infarto.
Durante un tiempo, me eché yo la culpa por no circular más rápido, después analicé todo y mi conciencia quedó tranquila, yo hice todo lo que estuvo en mi mano para que sobreviviera.
Cuando psicológicamente estuve preparado para volver a trabajar, sucedieron cosas que no le expliqué a nadie.
En cada viaje que hacía miraba por el espejo para comprobar que todo el mundo estuviera sentado y allí estaba él. Me giraba y no estaba, solo lo podía ver a través del espejo. Fue pasando el tiempo y ya no le veía por el espejo, se sentaba en el asiento junto a mí. Nadie más lo veía, solo yo. Al principio sentí miedo, ¿era una visión o me estaba volviendo loco?
Hoy es el día de mi jubilación. Después de dejar al último pasajero, me quedé en silencio dentro del bus, cuando escucho una voz.
—Te voy a echar de menos, no hay ningún conductor como tú.
¿Me estaré volviendo loco?, pensé.
No, no estaba loco, junto al asiento del conductor estaba él sentado.
—¿Qué haces aquí? Tú estás muerto.
—Solo tú me puedes ver, me pidieron que me quedara en el autobús para proteger a los pasajeros.
—Yo no creo en los fantasmas, ¿eres tu uno?
—No, yo no soy un fantasma, soy tu cuidador en vida. Estaré junto a ti mientras vivas.
—Alguien me está tomando el pelo.
Salí del vehículo un poco enfadado, ¿por qué me pasaba a mí esto?
Salí del garaje donde se guardaban los autobuses un poco triste y también preocupado, no vi el cable del suelo. Un cable de alta tensión caído por el viento.
Lo pisé y sucedió lo que os podéis imaginar, fallecí electrocutado.
—Solo podía protegerlo dentro del autobús —comentó mi cuidador celestial. Nunca más volví a verlo, pero si un día tú estás tocando algún aparato eléctrico, puede ser que yo esté cerca para ayudarte.
No te asustes.