Historias y vivencias de un camarero en Calella (V)
Durante mi estancia en La Quadra aprendí mucho de la psicología del camarero, trabajar de noche es muy diferente a trabajar de día. La noche es mentira, todo lo que sucede suele quedar en el olvido, la mayoría de gente acostumbrada a vivir la noche saben lo que digo.
Contaré algunas anécdotas en La Quadra. Había un jamón que pesaba más de 25 kilos, cuando llegue estaba allí y cuando marche seguía allí. El Sr. Pedro me comentó que ese jamón no podía tener calidad por lo grande que era, lo tenía como de exposición y reclamo. Un día visitaré La Quadra y comprobaré si está (supongo que no).
Perdón, entra un cliente tengo que atenderlo.
—Buenas noches, ¿qué le pongo?
—Una botella de champán.
—Aquí solo tenemos cava, ¿cuántas copas quiere?
—Solo una.
—Aquí la tiene, si no le importa le tengo que cobrar ahora, son normas de la casa.
—Yo no pago ahora —como tenía síntomas de estar un poco bebido, procedo a retirar la botella y colocarla otra vez en la nevera.
—Venga tráela, que si te la pago.
Coloco otra vez la botella encima de la barra, solicitando el pago. El cliente hecha mano a la parte trasera del pantalón y, con un gesto rápido, saca un cuchillo de considerables dimensiones.
—Coge la botella si eres capaz, niñato.
A mí me temblaban las piernas, la cosa no pintaba bien. Estaba un poco asustado (bueno, en realidad bastante asustado). El que no estaba asustado era un alemán que observaba la escena a unos tres metros de distancia; cogió un taburete y, sin que se percatara el armado, le propició un golpe en la cabeza, cayendo de espaldas sobre las escaleras de piedra. El golpe sonó seco, el conocimiento lo perdió. Lo transportamos hasta el hospital (suerte que estaba cerca) y las monjas se encargaron del herido. Antes de salir del hospital ya escuchábamos los gritos del hombre que quería salir.
Prosigamos con más historias.
Tres y media de la madrugada, se para la música, se avisa por megafonía que despedimos la sesión hasta mañana.
Un cliente sale de la pista y, al pasar junto a una mesa, deja un vaso vacío. Una de las personas que estaban allí sentadas le avisa de malos modos que se lleve el vaso de su mesa. Subió la tensión por segundos, unos empujones y poco más. Una de las chicas de la mesa sale corriendo, todo estaba ya tranquilo y muy pocos clientes por abandonar el local.
José me da la orden de cerrar la puerta ya (le poníamos una cadena para que los graciosos no cerraran la puerta), quitó la cadena y empujó la puerta para cerrarla. Faltando unos centímetros para cerrarse, la punta de un rifle asoma y me impide cerrarla (automáticamente me vino a la cabeza un atraco). Me giré para introducirme en el local, mientras el que empuñaba la escopeta empujaba la puerta para entrar también.
—José, alguien está entrando con una escopeta —le grité.
—¿Quiénes son?
—No lo vi, salí corriendo hacia dentro.
Acabar la frase y la puerta se empieza a abrir, lo primero que entra es un cetme, un fusil de asalto individual de repetición y de carga automática.
Después, dos hombres uniformados de verde, era la Guardia Civil. La chica que salió corriendo fue a avisarlos, entonces no había móviles.
Muchas veces vinieron artistas más o menos conocidos que actuaban en la sala de fiestas cercana, La Guitarra.
Uno de los que me dejaron un gran recuerdo fue la visita de Eugenio, humorista y lo que ahora llaman monologuista. La frase que escribió en el libro de la casa no se me olvidará: “Me gustaría ser caballo para venir cada día a La Quadra”.
Los ligones de temporada: os explicaré el modus operandi.
Primer día que nos visita una fémina (inglesa, alemana, danesa, sueca, la nacionalidad era lo de menos), el buitre, como vulgarmente se le conocía a estos personajes, miraba las recién llegadas. Una vez que le echaba el ojo a una, muy educadamente se acercaba y le pedía bailar, la dama normalmente aceptaba. Después de un buen rato bailando se acercaban a la barra para pedir algo de beber, el camarero les servía, para a continuación presentarle la cuenta. Siempre, siempre, pagaba él, quedaban para el día siguiente y lo mismo, volviendo a pagar él. La galantería del hombre cegaba a la mujer que acababa en la cama con él al segundo, como mucho tercer día. Al cuarto día, él le decía que no podría venir al día siguiente.
—¿Por qué? —preguntaba ella.
—Mi madre está enferma y todo el sueldo es para medicinas, no puedo poner gasolina ni prácticamente comer, no podre venir, lo siento.
La mujer, cuando escuchaba eso, abría el monedero y cinco o diez mil pesetas le caían (el cambio de moneda era muy beneficioso para ellos). Desde el día que abrió el monedero, durante los quince o veinte días que estaba aquí cada día le daba algo, creo que ganaba más como acompañante que en su oficio. El día de despedirse vuelta a empezar.
Los mejores venían de Mataró, eran auténticos profesionales. Pero el más grande para mí (este no quería dinero, solo quería practicar sexo) fue uno que le llamábamos Harry, no sé por qué se hacía llamar de esa manera. De profesión pintor, cada día que podía se ligaba a una diferente (todavía no estábamos al día en el asunto del sida, aunque si de enfermedades de trasmisión sexual).
Una vez que conseguía la presa, ya pensaba en otra. Su forma de cautivarlas era el baile, un auténtico Fred Aster, un bailarín profesional. Unos años después me enteré de que había fallecido. Estoy seguro de que murió feliz, haciendo lo que más le gustaba: practicar sexo. Sí, murió mientras practicaba sexo con una de sus conquistas.
Un poco cómica la situación, no me puedo imaginar la cara de la fémina cuando le dio el infarto mientras gozaban.
Quien conoce La Quadra, sabe que el cliente mismo tiene que llenarse el vino de los barriles, estos están justo delante de la barra. Tuvimos un cliente que nos costó descubrirlo, pagaba un vaso de vino y cogía una buena cada noche. No había forma de descubrirlo, un día pusimos a una persona para vigilarlo toda la noche. Era muy rápido, con un golpe de muñeca llenaba justo el vaso, tan rápido que ni José que estaba delante poniendo la música lo podía descubrir. Obviamente se le prohibió la entrada, aunque al final pidió perdón y juró que no lo haría más. Pasado un tiempo se le permitió entrar otra vez, nunca más lo hizo (al menos eso creemos todos).
No quiero aburriros, la semana que viene más.