Historias y vivencias de un camarero en Calella (II)
¡La oferta era buena para mí! Tendría que dedicar un tiempo a la colocación y limpieza, las propinas seguían cayendo. Yo cuando iba con los amigos al salón de máquinas recreativas me consideraba un afortunado, podía jugar a cualquier recreativo o futbolín, disponía de mis propinas y eran más que el sueldo. Este obviamente se lo entregaba a mis padres íntegro, me sentía orgulloso de poder contribuir a la economía familiar.
Los compañeros camareros eran grandes personas, a pesar de la desconfianza del principio. Uno de ellos se llamaba Vicente y era canario, un ligón empedernido. Cada día que le apetecía tenía compañía femenina, incluso alguna vez cogió la pequeña barca de remos y se adentró en el mar con compañía femenina en el bote.
Otro de los camareros era Jesús, un maño auténtico. Los de Zaragoza tienen fama de cabeza dura y lo confirmo, era cabezón como él solo.
En la cafetería teníamos una gramola, funcionaba con monedas de cinco pesetas, elegías el disco que querías y automáticamente te sonaba. Al jefe le gustaba mucho la canción “Sex machine”, de James Brown. Era como una tortura, cada día la ponía por lo menos 15 veces. Al final del verano me acabó gustando a mí también.
Una pequeña anécdota que me ocurrió con Vicente: diez de la mañana, terraza llena de clientes, me pide ayuda.
—Niño, coge esa bandeja con las pastas y sígueme hasta la mesa que tengo que servir.
La bandeja pesaba poco, todo eran unos triángulos de cabello de ángel. Yo enseguida me percaté que uno de los triángulos llevaba enganchado un gran moscardón negro, intento avisar al camarero.
—Vicente, Vicente, espera un momento.
Él continuaba el camino mientras me seguía hablando.
—Sígueme, sígueme, ya te digo donde los tienes que dejar.
—Vicente, para un momento, mira —repetí.
—Tu coge la bandeja fuerte y sígueme, no te pares que tenemos muchos clientes que servir.
—Para un momento, que te explico una cosa.
—Ya me lo explicarás cuando acabemos de trabajar —pensando que era una tontería más.
Cuando llegamos a la mesa, Vicente me pide que le pase los platos con las pastas.
—Vicente, espera un momento —lo intenté por última vez.
—Venga, pásamelos todos.
Le fui pasando uno a uno todos los platos, esperando que él se girara y viera el ocupante de la última pasta, no lo hizo y la cara del cliente fue un poema cuando vio lo que le estaba sirviendo.
La cara de Vicente fue de tierra trágame, obviamente lo retiramos y pedimos las correspondientes disculpas, aceptadas por el cliente.
—¿No te diste cuenta o qué? —preguntó Vicente.
—Si, pero tú no me escuchabas, todo el camino te lo intenté explicar para dar marcha atrás y que no llegara a la mesa.
—Perdona niño, otra vez te escucharé aunque sea una tontería de las tuyas —al final de temporada explicándolo nos meábamos de risa.
Un día, mientras el jefe estaba delante de la caja, se encargaba de cobrar y dar los cambios, se levantó un momento del taburete, abrió una botella de champán, no recuerdo la marca, pero era de calidad, a sus amistades no le ponía cualquier cosa.
Llenó dos copas a medias, me alargó la mano para que las cogiera y con un gesto de cabeza me señaló la salida de la cocina. Yo soy muy obediente y cogí las copas y salí por la puerta. Una vez fuera, me bebí primero una y luego otra, “qué buen jefe tengo”, pensé.
El grito que soltó cuando se percató que me las había bebido se escuchó muchos metros alrededor.
—Niño, ¿tú eres tonto o qué?
No sabía por qué me decía eso, yo al final solo hice que obedecer sus órdenes.
—Usted me dijo que me saliera y me las bebiera —eso entendí yo.
—Yo te di dos copas para los dos clientes que estaban acabando de comer en la mesa de la casa, desgraciado.
Después supe que los dos clientes a los cuales estaban destinadas esas copas eran La Camboria y Lauren Postigo, dos folclóricos habituales en el establecimiento, grandes amigos del jefe. Solo puedo decir una cosa: el champán estaba fresquito y muy bueno. La faena de colocar las botellas se me hizo muy llevadera esa tarde.
Dos días después recibí una visita inesperada, un camarero del chiringuito Masip se acercó mientras colocaba las botellas y me preguntó:
—¿Cobras por hacer esa faena?
—Si, claro, cada día me pagan.
—¿Cuánto?
—100 pesetas.
—Si vienes a nuestro chiringuito a hacer lo mismo te damos 125 pesetas cada día —mi puesto estaba solicitado.
—Vale, pero no puedo ir hasta que acabe de aquí.
—Mientras estén colocadas antes de las 11 de la noche, perfecto.
Aquí empezó mi primera relación con el pluriempleo, como era un poco inquieto amplié el negocio.
Como expliqué anteriormente, todo era a base de botellas y vasos. Los clientes venían al bar, compraban las consumiciones y se llevaban vaso, botella y un ticket de 5, 10 o 15 pesetas, depende de lo que se llevaran. Los extranjeros normalmente no los devolvían, aquí empezó mi nuevo trabajo: yo cargado con una caja rastreaba la zona de playa de nuestra influencia y recogía botellas, vasos y tickets, que me eran abonados en el bar al entregarlo todo.
Descubrí otra fuente de ingresos, las botellas grandes de refrescos, agua o cervezas. Las llevaba a una tienda en los apartamentos Codina, regentada por el Sr. Sanguino y su esposa Isabel, donde también me las abonaban. Al final de mes yo tenía más dinero con mis trabajos extras que el que le daba a mis padres del sueldo.
Otra cosa que me cautivaba durante mis veranos en el chiringuito Pekín eran las casas de los pescadores, justo enfrente. No se el por qué pero aquellas casas me encantaban (hoy día no queda casi ninguna). Veía salir a los pescadores y coger sus barcas, que estaban en la arena, para regresar después con el pescado recién cogido. Era un espectáculo inimaginable, la calidad humana que tenían aquellos hombres era inigualable (recuerdo sus caras, pero no recuerdo sus nombres).
Fue un primer verano laboral muy bueno, aparte de mis gastos pude ahorrar para comprarme mi primera bicicleta, una BH de carreras, con seis piñones y tres platos.
El precio fue de 12500 pesetas y el lugar de compra Can Proyecto, un poco más arriba del hotel Vila. Me encantaba el color verde de la máquina. Estaba orgulloso de mí, había trabajado muy duro, pero al final conseguí mi pequeño sueño. Mis amigos me envidiaban. Tenía que volver al colegio, mi medio de transporte ya no serian mis pies, sería mi bicicleta.
El otoño e invierno pasaron rápido, la primavera la sangre nos alteraba y ya se acercaba el nuevo verano, pero eso lo contaré en el nuevo capítulo.