Fallo en el sistema
Carlos vivía en la calle Zarzamora 45, piso tercero. Era muy apreciado por todos los vecinos, tenía 75 años y era muy activo, cada día salía a caminar unos seis kilómetros, él siempre decía que “quien mueve las piernas, mueve el corazón”. Cuánta razón tenía, él se sentía joven todo gracias a la actividad que tenía diariamente.
Aquel día se levantó y no se encontraba muy fino, sentía pequeños mareos. Él no le dio ninguna importancia, lo achacó al pobre desayuno que hizo. Como cada día salió a caminar y al salir del portal se encontró con su vecina del segundo, Jacinta.
—Buenos días, Carlos.
—Buenos días, Jacinta.
—Le noto un poco pálido, ¿se encuentra bien?
—Si vecina, un poco mareado, seguro que es porque dormí mal esta noche —contestó cordialmente.
Carlos se despidió de su vecina y continuó su recorrido mañanero, seis kilómetros le esperaban. Apenas había caminado un kilómetro y se tuvo que sentar a descansar: le faltaba el aliento, se notaba muy sudoroso. Tomó la decisión, algo no funcionaba bien en su cuerpo, lo mejor era acercarse a las urgencias del hospital a que le hicieran un reconocimiento.
Fue caminando hasta el centro hospitalario, eran casi dos kilómetros. Dos kilómetros de angustia, sudor frío y mareos, cada tres o cuatro minutos se tenía que parar a descansar, le faltaba el aliento.
A lo lejos ya visualizaba el emblema del hospital, a él le pareció una maratón lo que tenía que caminar todavía. Una pequeña subida le llevaría a la entrada de urgencias.
En la recepción se encontró con dos chicas que le preguntaron los datos y qué le pasaba. Él contestó con voz baja, porque no tenía fuerzas para más.
—Me falta el aliento, mareos, sudor frío, el corazón me late muy rápido.
—No se preocupe, siéntese que le llamarán enseguida para valorarle.
Unos cinco minutos después por megafonía escuchó su nombre.
—Carlos García, pase a sala de evaluación, puerta tres.
Con gran esfuerzo se levantó y se dirigió a la puerta nombrada. Abrió despacio y se introdujo en la sala, un médico o enfermero le atendió desde detrás de la mesa.
—Buenos días, dígame que le pasa —por segunda vez volvió a repetir lo que le sucedía.
—Me falta el aliento, mareos, sudor frío, el corazón me late muy rápido.
Repitió con las mismas palabras que cinco minutos antes.
—¿Vino en coche usted? —Carlos no entendía a qué venía la pregunta.
—No, vine caminando desde casa.
—¿Vive muy lejos?
—A unos dos kilómetros y medio aproximadamente.
–¿Qué edad tiene?
—75 —contestó con desgana Carlos.
—A cierta edad no se puede caminar tanto, que no somos niños ya, espérese fuera que ya le llamaran.
Salió un poco enfadado de esa primera valoración, nada sobre cómo se encontraba, ni siquiera le auscultaron para escuchar el corazón que le latía fuertemente, tan fuerte que empezaba a sentir dolor en el pecho. Se dirigió a una de las incómodas sillas de la sala de espera, ocupó una de ellas y esperó a que sonara su nombre.
—Pedro Hernández —sonó por megafonía.
La persona que escuchó su nombre se dirigió hacia la entrada para ser reconocido, uno tras otro sonaban nombres.
Ninguno era el suyo, pasaba el tiempo y pesar de estar sentado y sin moverse los síntomas seguían siendo los mismos, ya llevaba tres horas y su nombre no sonaba, las fuerzas empezaban a fallarle, se levantó y se dirigió al mostrador de recepción.
—No me encuentro nada bien, necesito que me atiendan.
—Usted y todos los que están en esta sala —respondió groseramente la recepcionista.
—Llevo más de tres horas sentado y los síntomas que tenía siguen siendo los mismos, incluso el corazón me late más deprisa.
—Siéntese, cuando le toque ya entrará —fue la insolente respuesta.
Mientras se alejaba del mostrador pudo escuchar los comentarios de las dos personas que estaban detrás.
—Estos abuelos, no tienen nada que hacer y siempre tienen prisa.
La frase le indignó, pero no tenía fuerzas para discutir. En otra situación hubiera contestado. Se sentó en uno de los rincones de la sala, continuando la espera. Los nombres seguían sonando por megafonía, pero el suyo seguía sin sonar.
Miró el reloj, ya hacía cinco horas que entró y todavía ningún médico le atendía. Empezaba a desesperarse, se volvió a levantar y se aproximó al mostrador nuevamente.
—Por favor, me encuentro muy mal, necesito un médico.
—Siéntese y no se ponga nervioso, pronto le llamarán.
—Nos ha tocado el impaciente del día –volvió a comentar la chica de ventanilla a su compañera.
A pesar de escucharlo claramente, Carlos no tenía fuerzas para discutir, se apartó un poco más y se sentó en la última fila de sillas de la sala.
Media hora después, el sopor le invadió y cerró los ojos para intentar relajarse, aquello era inhumano.
—Carlos García —no abrió los ojos, no escuchó nada.
—Carlos García —volvió a sonar por megafonía.
Una de las chicas se percató que estaba en un rincón y se acercó para avisarle que le tocaba. Su compañera le comentó en voz baja:
—Muy malo se encontraba, pero de la siesta no lo despierta nadie ja, ja, ja.
—Señor Carlos, su turno. Señor Carlos.
Al ver que no contestaba, lo zarandeó ligeramente. Al mirar su rostro, se dio cuenta de que aquella persona no tenía vida, estaba muerto.
Rápidamente llamarón a un médico, que por mucho que lo intentó, no volvía a la consciencia.
Carlos dejó su vida en una sala de urgencias, víctima de una embolia pulmonar. El sistema falló, nadie detectó la gravedad de la situación a pesar de los avisos del propio Carlos. Estamos mecanizando situaciones que requieren la alerta de todos, vale más perder un segundo escuchando a las personas, antes que a nadie le suceda lo que le sucedió a Carlos, porque nadie escuchó sus silenciosos gritos de auxilio.