Vecinos enemigos
Desde hace más de diez años, la vida en la calle Rías Bajas transcurría tranquila para todos los vecinos, excepto para Javier y Andrés, quienes compartían una valla de separación entre sus casas.
Nadie recordaba cómo empezó el conflicto, ni siquiera ellos mismos. Tal vez fue por el volumen de la música, una rama que se metió en el patio ajeno o simplemente una mala cara. Lo cierto es que, desde hacía tiempo, se habían convertido en enemigos declarados.
No pasaba una semana sin una discusión, gritos que cruzaban los muros e insultos. Una vez, Javier dejó un perro de yeso mirando hacia el jardín de Andrés, con un letrero que decía: “Cuidado: muerde a los idiotas”.
Andrés respondió colocando unos altavoces apuntando a la casa de Javier, haciendo sonar reguetón desde las seis de la mañana durante tres días seguidos. Sus familias, amigos, incluso otros vecinos, ya se habían rendido: “Son casos perdidos”, decían.
Javier era viudo, rondaba los cincuenta y cinco años y trabajaba desde casa como contador. Con todo el mundo era callado, excepto con Andrés. Cuando se enfrentaba a él, era un volcán en erupción.
Andrés, por su parte, era un jubilado de mal genio, electricista de profesión, voz grave y manos de hierro. Vivía solo desde que su hijo se mudó a otra ciudad. Decían que era una buena persona… excepto cuando discutía con Javier.
Una tarde de abril, la tensión llegó a su punto máximo. Andrés había estado podando su limonero y una de las ramas cayó accidentalmente —o no— en el jardín de Javier. Este salió con una escoba en la mano, como si empuñara una espada.
—¡Ya está bien, viejo demente! —gritó—. ¿Tanto cuesta tener cuidado?
Andrés respondió con una sonora carcajada.
—Y tú, ratón de oficina, ¿qué vas a hacer? ¿Pegarme con la escoba?
—Un día te vas a atragantar con tu propia mala leche.
—Y tú vas a morir solo y amargado entre papeles.
Pasaron los días sin que ninguno de los dos se dirigiera la palabra.
—Tal vez uno de ellos murió… o se cambió de barrio —murmuraban los vecinos.
Pero al tercer día ocurrió algo que cambió todo.
Eran las 7:45 de la mañana. Andrés estaba cocinando su desayuno habitual: huevos fritos, pan tostado y café. Pero esa mañana hubo un problema. Su vieja cafetera empezó a soltar chispas y, en un abrir y cerrar de ojos, un pequeño incendio comenzó a propagarse por la cocina.Andrés intentó apagarlo, pero tropezó con la alfombra y cayó pesadamente. El golpe fue seco y duro. Quedó tendido en el suelo, mientras el fuego se extendía. Quiso gritar, pero no pudo; solo emitió un gemido y trató de alcanzar el teléfono. Nadie lo vio… excepto Javier, que desde su ventana en la segunda planta notó un humo inusual saliendo de la casa vecina.
Al principio pensó que Andrés había dejado algo quemándose.
—Eso te pasa por bruto —pensó.
Se quedó mirando unos segundos. Entonces, algo en su estómago se removió.
—¿Y si…?
Bajó las escaleras corriendo, cruzó su jardín, saltó la valla y golpeó la puerta.
—¡Andrés! ¡Viejo imbécil! ¿Estás ahí?
Nadie respondió. El humo salía por debajo de la puerta. Sin pensarlo, Javier retrocedió unos pasos y se lanzó contra ella con todas sus fuerzas. El calor lo golpeó como una bofetada. Tosió, cubriéndose la boca con su camisa, y gritó el nombre de Andrés mientras avanzaba a tientas. Lo encontró tirado, inconsciente.
—Maldita sea —murmuró mientras lo levantaba como podía.
Logró arrastrarlo hacia afuera. Cuando llegaron los bomberos, encontraron a los dos prácticamente inconscientes por la cantidad de humo inhalado. El hospital se convirtió en territorio neutral. Andrés pasó dos noches en observación, con quemaduras en un brazo. Javier fue a verlo el segundo día. No sabía por qué lo hacía, tal vez para cerrar el ciclo de discusiones.
Andrés lo miró desde la cama. Tenía el brazo vendado, una máscara de oxígeno y los ojos más brillantes de lo normal.
—No esperaba que fueras tú —dijo.
Javier se encogió de hombros, sin saber qué responder.
—Yo tampoco.
—Podías haberme dejado morir.
Se hizo el silencio entre los dos.
—No lo hice por ti —dijo Javier—. Lo hice porque no quería tener que explicarle a la policía por qué olía a carne quemada.
Desde entonces no fueron amigos, pero se respetaron. A veces compartían un café.
Una tarde, Andrés apareció con una caja de herramientas.
—Vamos a arreglar esa valla de mierda.
Javier lo miró y asintió con la cabeza.
—Ya era hora.
Entre risas y bromas, reconstruyeron la valla. Esta vez la hicieron más baja: apenas les llegaba al pecho. Javier y Andrés dejaron de ser enemigos, no porque lo olvidaran, sino porque entendieron lo que podían llegar a ser.