Tejado peligroso
El sol caía con fuerza sobre el tejado del edificio de seis plantas. El aire espeso y el calor sofocante hacían que cada movimiento fuera un esfuerzo doble para Andrés, un albañil experimentado que, aunque hábil, no podía evitar el peso de los años. Se ganaba la vida arreglando tejados.
Desde lo alto de los edificios, el mundo parecía más pequeño, con personas diminutas paseando por las calles. Nadie sabía el peligro al que él se enfrentaba cada día.
Había comenzado la jornada con un leve malestar, pero no le dio importancia. Tenía que terminar el trabajo y cobrar lo antes posible. Su mujer le insistía en que descansara, pero él era terco. Ahora, en aquel tejado, sentía el sudor resbalar por su frente mientras sujetaba con firmeza una teja tras otra y preparaba la mezcla para fijarlas bien.
De repente, el viento sopló con fuerza. Andrés sintió un escalofrío recorrerle la espalda y un leve mareo lo sacudió, como si el mundo se inclinara bajo sus pies. Parpadeó, pero su vista se nubló. Sus manos perdieron fuerza, algo dentro de su cabeza se apagó… y entonces todo fue oscuridad.
No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando abrió los ojos, la sensación de vacío golpeó su mente con brutalidad. Su cuerpo estaba inclinado hacia el abismo, medio colgado del tejado.Su brazo izquierdo había quedado atrapado entre dos tejas, y su pierna derecha colgaba peligrosamente de una viga sobresaliente. Toda su cabeza flotaba en el aire.
El miedo lo paralizó por segundos. Miró hacia la calle, que ahora le parecía estar a kilómetros de distancia. Los coches pasaban, la gente iba y venía sin darse cuenta de su desesperada situación. Un solo movimiento en falso y todo acabaría en un golpe seco contra el asfalto.
Su respiración se volvió pesada. Intentó mover los dedos de la mano atrapada, pero un dolor punzante le indicó que podía estar rota. Con la otra mano, buscó a tientas algo donde agarrarse.
—Dios mío… Dios mío… —susurró, incapaz de gritar.
Cada músculo de su garganta estaba agarrotado. Sabía que si se movía demasiado, podía precipitarse al vacío. Con cuidado, intentó levantar la cabeza, midiendo cada movimiento. Solo podía avanzar centímetros con la precisión de un cirujano. Trató de impulsarse con la mano libre, pero lo único que consiguió fue resbalar un poco más hacia la nada.
—¡No! —gritó, aterrado.
La desesperación se apoderó de él al notar que su brazo comenzaba a entumecerse. Si no se liberaba pronto, perdería toda la movilidad. Miró hacia el otro lado y vio una canaleta del desagüe a unos centímetros de distancia. Si lograba alcanzarla, tal vez podría impulsarse y evitar la caída… pero requería una fuerza que no sabía si tenía. El miedo nubló su mente. Pensó en su esposa. En su hija.
—¿Será este mi final? —se preguntó, con tristeza.
— No puedo morir así —murmuró, con rabia.
Reuniendo sus últimas fuerzas, intentó girar un poco el torso y mover ligeramente el brazo atrapado. Un dolor punzante le arrancó un grito, pero sintió que la teja que lo sujetaba se aflojaba.Con un último esfuerzo, flexionó la rodilla izquierda y empujó contra la viga al mismo tiempo.Por un instante, sintió que caía al vacío. Pero sus dedos encontraron la canaleta justo a tiempo. Se aferró con todas sus fuerzas, sintiendo el metal caliente quemar su piel. Sus músculos temblaban, agotados, pero la adrenalina lo mantenía en pie. Con un último impulso, logró colocar su cuerpo de nuevo sobre el tejado.
Quedó tendido, jadeante, con la ropa empapada en sudor. Pero una cosa era cierta: Había sobrevivido.
Permaneció ahí unos minutos, tratando de recuperar el aliento. El peligro había pasado, pero sus manos aún temblaban. Finalmente, se sentó y miró al vacío con una mezcla de horror y alivio. Nadie en la calle se había dado cuenta de lo sucedido. Nadie había escuchado sus gritos. Y, sin embargo, él nunca olvidaría el sonido del abismo llamándolo.