El perro con ojos amarillos
Nadie en el pueblo de San Gregorio recordaba exactamente cuándo había llegado el perro. Apareció una mañana nublada, inmóvil, sentado en la plaza del pueblo, como si esperara a alguien. Su pelaje era de un negro intenso y, lo más extraño, sus ojos eran de un inquietante color amarillo.
Al principio, la gente lo ignoró. No se le conoció dueño ni llevaba collar, aunque tampoco parecía hambriento ni asustado. Simplemente se sentaba a mirar.
El primero en notar algo extraño fue el carnicero. Mientras cortaba la carne, sintió una presión en el pecho, como si alguien lo estuviera observando desde la distancia. Levantó la mirada y, a través de la cristalera, vio al perro. Lo miraba fijamente. Su pulso se aceleró y un escalofrío recorrió su espalda. En un descuido, se cortó el dedo. Instintivamente, volvió a alzar la vista, pero el perro ya no estaba.
Esa noche, el carnicero tuvo pesadillas. Soñó que estaba en su tienda, en absoluta oscuridad, y unos ojos amarillos lo atravesaban con su mirada. Despertó empapado en sudor, con el corazón desbocado y un fuerte dolor de cabeza. A pesar de estar en su casa, en la oscuridad, seguía sintiendo la presencia del perro. Encendió todas las luces, bebió un vaso de agua y se miró en el espejo. Algo en su reflejo le pareció distinto.
A la mañana siguiente, no abrió la carnicería. Varios vecinos llamaron a su puerta sin obtener respuesta. Por la tarde, algunos decidieron forzar la entrada y lo encontraron en el suelo de su habitación, con los ojos abiertos y fijos en el techo. Afuera, el perro estaba sentado frente a la carnicería.
La noticia de la muerte del carnicero se propagó como pólvora. Algunos comentaban que el día anterior lo habían visto inquieto, pero nadie mencionaba al perro.
Entonces, la exesposa del carnicero lo vio en la puerta. Un escalofrío la recorrió y, por un instante, su cuerpo se paralizó. El perro la observaba con sus ojos amarillos. Su respiración se agitó y su visión se volvió borrosa. Cuando pudo ver con claridad de nuevo, el perro ya no estaba.
Esa noche, tuvo pesadillas. Escuchó una voz de ultratumba susurrando palabras incomprensibles. No supo si pasaron minutos o quizás horas, pero despertó gritando. La encontraron en la plaza, temblando, con los ojos en blanco. No recordaba cómo había llegado allí.
Esa noche, la mujer falleció.
Pronto, más personas comenzaron a hablar del perro. Algunos lo veían en sus pesadillas; otros, dentro de sus casas, sentían su mirada atravesándolos.
Las muertes continuaron en el pueblo. Primero, el viejo Mateo. Luego, otros vecinos. Todos tenían algo en común: el perro siempre estaba en la puerta cuando fallecían.
El cura del pueblo intentó calmar los ánimos de la comunidad. Convocó una reunión en la iglesia y pidió tranquilidad.
—Es el demonio, ¡tenemos que expulsarlo! —gritó un vecino.
Aquella noche, armados con antorchas y cruces, un grupo de hombres salió a cazar al perro. Lo encontraron en la plaza, sentado como siempre, observándolos.
El cura avanzó con determinación y roció agua bendita sobre el animal.
—¡Regresa al infierno de donde viniste! —exclamó.
El perro no se movió. Pero el suelo del pueblo sí.
Una sombra se alzó detrás de él. No tenía forma, pero era visible a simple vista.
El cura gritó y se llevó las manos al rostro. Con sus uñas, rasgó su propia piel. De su boca salió un alarido de terror. Tambaleándose, cayó de rodillas y un líquido negro emergió de su interior, como si algo estuviera escapando de él.
Uno a uno, los hombres cayeron al suelo, retorciéndose de dolor. De sus bocas también brotaba aquel líquido oscuro.
Desde algún rincón de la plaza, el perro observaba la escena.
Cuando el sol salió, la plaza estaba llena de cuerpos con rostros de terror.
El pueblo quedó en silencio.
Solo se escuchaban unas garras rascando las piedras del suelo… y unos ojos amarillos brillando en el amanecer.