El testamento

2025-01-07T13:39:52+01:0007/01/2025|

Amanecía en el pueblo, las calles estaban desiertas e incluso se podía ver una fina capa de neblina. La casa de la familia Carli estaba situada al final de la calle; todas las casas eran de planta baja, aunque algunas tenían una segunda planta, pero eran la minoría. Las luces todavía estaban encendidas, porque el sol mañanero no alumbraba lo suficiente.

Mario, el hermano menor de la familia Carli, siempre había vivido a la sombra de su hermano mayor, Enrique. La fortuna familiar estaba valorada en millones de euros, y el testamento siempre era tema de conversación en los corrillos del pueblo.

Cuando se abrió el documento, quedó claro que Enrique era el heredero principal, mientras que Mario apenas recibía una pequeña parte de lo que él creía merecer. La rabia y la envidia comenzaron a gestarse en su interior. Esa noche, en un momento de locura contenida, Mario invitó a Enrique a la casa familiar para hablar.

Una vez en la casa, lo que empezó como una pequeña discusión sobre la herencia rápidamente subió de tono. En un arrebato de furia, tras varias acusaciones mutuas, Mario cogió un pisapapeles de bronce que estaba sobre el escritorio de su difunto padre. El golpe sonó seco al impactar en el cráneo de Enrique.

El cuerpo quedó inmóvil en el suelo, mientras la alfombra absorbía lentamente el charco de sangre. Mario, tembloroso, intentó pensar en lo que había sucedido; necesitaba encontrar una solución rápida. Sabía que no podía dejar el cuerpo allí: el despacho estaba lleno de objetos que lo incriminaban (el pisapapeles, las huellas, la sangre). Tenían que deshacerse del cuerpo y limpiar cualquier rastro.

Eran las 2:15 de la madrugada. Sabía que tenía poco tiempo antes de que algún vecino saliera a la calle. Decidió llevar el cuerpo a su automóvil, que estaba estacionado frente a la puerta de la casa. Recordó un lago en las afueras de la ciudad donde podría hundir el cadáver sin que nadie sospechara.

Mario envolvió el cuerpo en una sábana y, con esfuerzo, lo arrastró fuera del despacho. Si lograba llegar a su coche sin ser visto, tendría una oportunidad. Pero, mientras luchaba por cargar el cuerpo de su hermano, no se percató de un pequeño detalle.

Condujo en silencio hasta el lago, sus manos temblaban sobre el volante. Al llegar, sacó el cuerpo del maletero, ató varias piedras a la sábana y lo lanzó al agua. Las ondas se expandieron lentamente hasta que el lago volvió a quedar en calma.

Mario regresó a la casa, agotado pero convencido de que había borrado cualquier evidencia de la presencia de su hermano en el lugar.

A la mañana siguiente, la señora encargada de la limpieza, al no recibir respuesta al tocar el timbre, se extrañó, pues Enrique siempre solía abrir la puerta. Llamó entonces a Mario, quien se sorprendió al escuchar que su hermano no estaba en casa. Ante su ausencia, decidió llamar a la policía.

Varios días después, la policía contactó a Mario. Tenían todo listo para detener al asesino. Mario parecía tranquilo, seguro de que nadie sospecharía de él.

Durante el interrogatorio, uno de los agentes le preguntó:

—¿Sabe usted dónde puede estar su hermano?
—No tengo ni idea, la última vez que lo vi fue en la lectura del testamento —contestó Mario.

Entonces, uno de los policías puso un vídeo en la televisión.

El pequeño detalle del que Mario no se percató cuando arrastraba el cuerpo de su hermano quedó expuesto: una cámara web situada al inicio de la calle había captado imágenes en directo de todo.

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