Fin de año (II)
Cuando el reloj comenzó a marcar las doce, las campanas resonaron en su mente como martillos de hierro golpeando con furia. El hombre se levantó de un salto, asomándose con cautela por una rendija de la ventana. Al principio, no vio nada. Sin embargo, un murmullo lúgubre, como un susurro surgido desde los confines del infierno, comenzó a envolverlo. Parecía emanar de todas partes, atronando en sus oídos y calando en su alma.
Lentamente, las figuras empezaron a materializarse en la penumbra. Eran sombras deformes que se arrastraban por las calles con movimientos torpes, cuerpos pálidos de ojos vacíos que irradiaban una tenue y siniestra aura impregnada de un odio absoluto. Algunos llevaban pesadas cadenas, arrastrándolas por los adoquines con un ruido metálico que hacía eco en el silencio. Otros, como espectros, flotaban, desprovistos de piernas, moviéndose como si el viento mismo los empujara.
Un grito desgarrador, emitido por uno de los espectros, rompió el silencio. Era un sonido tan profundo y gélido que hizo que un escalofrío recorriera la espalda del hombre. Retrocedió bruscamente de la ventana, respirando con dificultad, pero la curiosidad pudo más que su miedo. Se acercó nuevamente, asomándose con cautela para observar los horrores que se desplegaban ante sus ojos.
Entonces, una de las figuras se detuvo. Era un hombre alto, cubierto con harapos que colgaban de su cuerpo como jirones de muerte. Sus ojos, oscuros y vacíos, se clavaron directamente en la ventana del forastero, como si pudieran atravesarla. El hombre sintió que su corazón se aceleraba hasta dolerle. La figura levantó lentamente una mano huesuda y lo señaló con un gesto firme y condenatorio.
El bullicio de los murmullos y los gritos se extinguieron de golpe y un silencio sepulcral envolvió el pueblo. Uno a uno, los cuerpos inertes giraron sus cabezas hacia la posada, sus cuencas vacías se fijaron en la ventana donde él estaba. No pudo soportar más. Con el corazón martilleando su pecho, retrocedió torpemente, pero no pudo apartar los ojos de la escena.
De repente, las ventanas empezaron a vibrar como si algo invisible las golpeara desde el exterior. Los gritos, que antes sonaban lejanos, ahora parecían justo al lado, justo en su oído, intensos y desgarradores. Desesperado, apagó la lámpara, sumiendo la habitación en tinieblas, y se escondió bajo la mesa. A pesar de su intento por acallar el ruido, los gritos seguían resonando, un eco infernal que no lo dejaba escapar.
El aire comenzó a llenarse de un olor nauseabundo, una mezcla de podredumbre y tierra húmeda. La ventana crujió, como si estuviera a punto de romperse. En un arranque de valentía (o quizás de locura), se levantó y corrió hacia la puerta principal, decidido a enfrentar lo que fuera que lo acechaba. Abrió la puerta de golpe, pero lo único que encontró fue la calle vacía.
Confundido y temblando, dio un paso hacia adelante. Fue entonces cuando lo vio: un grupo de figuras lo rodeaba en silencio. Los muertos lo observaban con ojos huecos y vacíos que parecían arder con un fuego sobrenatural. Intentó gritar, pero las palabras se le quedaron en la garganta, ahogadas por el pánico.
El hombre que antes lo había señalado avanzó hacia él. Su voz, cavernosa y profunda, resonó en su mente como un eco que sacudía cada rincón de su ser:
—Tú has visto lo que no debías… Ahora serás uno de los nuestros.
El viajero intentó correr, pero sus piernas no respondieron. Sintió cómo algo helado y espantoso lo envolvía, como si manos invisibles lo sujetaran. Fue arrastrado lentamente hacia el círculo de sombras. Los gritos de los muertos se transformaron en un cántico infernal, un lamento que parecía provenir del mismísimo abismo.
Cuando el pueblo despertó al día siguiente, la posada estaba vacía. No había rastro del viajero, salvo una botella y una pipa abandonadas sobre la mesa, junto a la lámpara apagada.
Ese hombre fue el último en desaparecer un 31 de diciembre. Nadie volvió a mencionar su nombre. Sin embargo, la tradición de cerrar puertas y ventanas esa noche se volvió más estricta, porque en Espíritu, cada fin de año, los muertos vuelven a caminar.
Recuerda en fin de año:
“No mires. No escuches. No respires. Porque ellos están aquí.”