Navidad solitaria

2024-12-02T15:42:31+01:0002/12/2024|

Las calles estaban adornadas con luces de colores que no cesaban de parpadear. Guirnaldas colgaban entre los edificios, mientras los escaparates llamaban la atención con los destellos dorados de todo lo expuesto en ellos. Desde los altavoces, los villancicos sonaban insistentemente, recordándole a todos las fechas en las que estábamos. Para casi todo el mundo, parecían ser días de alegría, excepto para Jaime.

Para él, eran días llenos de una mentira total, una invitación a una felicidad que no sentía como propia.

Jaime vivía en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Un lugar que, en otros tiempos, había sido un hogar acogedor, pero que, cada año, cuando se acercaba diciembre, se transformaba en una cárcel. Durante el resto del año, la soledad era manejable; incluso llegaba a sentirse a gusto con ella. Siempre decía que era una decisión personal. Sin embargo, cuando llegaba la temporada navideña, todo se transformaba en un peso que lo aplastaba.

Desde el primero de diciembre, cuando aparecían las primeras decoraciones en los escaparates, Jaime sentía una opresión en el pecho. No era algo repentino, sino una sensación que iba creciendo con los días. Se acercaban las fiestas, esos días de reuniones familiares a las que él no estaba invitado, de cenas a las que no tenía a nadie para invitar.

En los días previos a la Navidad, conectar con las demás personas se volvía aún más difícil. Los vecinos del edificio, que durante el resto del año apenas intercambiaban un saludo, de repente se volvían excesivamente efusivos.

—¡Felices fiestas, Jaime! —le decían con sonrisas.

“Irónicos”, pensaba él, mientras respondía cortésmente:

—Gracias, vecino.

El día que el portero del edificio lo felicitó, fue especialmente duro.

—Espero que tenga una dulce y alegre Navidad, don Jaime.

Ante estas palabras, Jaime buscó unas monedas en su bolsillo. Con una sonrisa forzada, respondió:

—Gracias. Igualmente.

Al entrar al ascensor, vio reflejada su cara en el espejo. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras un pensamiento lo atormentaba: ¿Cómo alguien podía desearle algo tan hermoso sin saber lo que realmente sentía?

Parecía que todos asumían que la felicidad de esos días era universal: amor, familia, regalos, risas y canciones. Pero para Jaime, era solo una fecha triste en el calendario. Un recordatorio de todo lo que le faltaba. Sus padres habían fallecido años atrás, su hermana vivía en un país lejano y apenas le enviaba una sencilla felicitación de Navidad. No tenía amigos cercanos, solo algún compañero de trabajo que apenas sabía nada de su vida.

El 24 de diciembre, Jaime se levantó tarde, intentando alargar el día lo menos posible. Pasó horas en la cama mirando el techo, con la televisión encendida como ruido de fondo. Los programas especiales hablaban de la magia de la Navidad, de momentos compartidos con los seres queridos y de la importancia de dar y recibir amor. Incapaz de soportar más el espectáculo navideño, apagó el televisor.

Por la tarde, salió a comprar algo para cenar. No tenía ganas de cocinar, así que se dirigió al supermercado más cercano. Allí, las familias llenaban sus carritos con marisco, vinos de calidad y postres elaborados. Jaime, en cambio, compró un paquete de pasta, una botella de vino barato y pan.

En la fila de la caja, una pareja discutía sobre qué postre le gustaba más a la abuela. En ese momento, Jaime sintió un nudo en el estómago. Salió rápidamente del establecimiento para que nadie viera las lágrimas que asomaban por sus ojos.

De vuelta en casa, cocinó la pasta y la sirvió en la mesa junto a una copa de vino. Trató de recordar alguna Navidad feliz, pero cada recuerdo que le venía a la mente estaba teñido de tristeza. Después de cenar, intentó distraerse con una película, pero no pudo concentrarse. El silencio del apartamento se volvía ensordecedor, interrumpido solo por las risas de los vecinos que se colaban desde la calle. Cerró las cortinas para aislarse aún más del mundo y se metió en la cama, deseando que todo terminara pronto.

En medio de la noche, incapaz de dormir, los pensamientos oscuros lo invadieron.

—¿Qué sentido tiene una vida donde nadie me espera y nadie me echa de menos? —se preguntó.

Se preguntó si alguien notaría su ausencia, si alguien lamentaría su partida. Era un pensamiento inevitable, uno que le daba miedo.

Recordó cómo, años atrás, había intentado formar parte de las celebraciones asistiendo a cenas con compañeros de trabajo o vecinos, pero siempre se había sentido como un espectador, nunca como parte de la fiesta.

El 25 de diciembre amaneció frío y gris. Jaime se levantó temprano, incapaz de seguir en la cama. Las calles estaban vacías, y la ciudad que la noche anterior había sido una fiesta ahora parecía desierta.

Caminó sin rumbo, pasando por parques y jardines. En un momento, se detuvo frente a una iglesia. Pensó en entrar, pero finalmente decidió seguir caminando. Al regresar a casa, pasó el resto del día leyendo y escuchando música. Lo peor ya había pasado.

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Dedicado a todos los Jaimes que hay en todas las ciudades enfrentando la Navidad en soledad. Porque, aunque la Navidad parece ser una celebración para todos, para los “Jaimes” es un recordatorio de lo que les falta. Pero, en algún rincón de su corazón, quieren creer que algún día también será para ellos.

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