Nunca compartas un coche de alquiler
Era una mañana cálida en Barcelona. Cuatro desconocidos se preparaban para compartir coche en un viaje hacia Madrid. Todos habían contactado a través de una aplicación de viajes compartidos, algo bastante común últimamente para reducir los gastos en trayectos largos, como los 600 kilómetros que les esperaban. El punto de encuentro era una gasolinera en las afueras, cerca de la salida de la autopista. Jaime, el dueño del coche, fue el primero en llegar (nunca le gustaba llegar tarde a ningún sitio). Era un hombre tranquilo que trabajaba como informático, y la idea de compartir los gastos del viaje le parecía fantástica.
Minutos después llegó Marta, una estudiante de Derecho. Saludó con una sonrisa y dejó su gran bolso en el maletero. El siguiente en llegar fue Héctor, que apenas prestó atención a los demás. Se limitó a decir un seco:
—Hola.
Y, sin más, se acomodó en el asiento trasero, poniéndose los auriculares de inmediato. Pocos minutos después apareció Carlos. Su mirada era esquiva y sus nervios evidentes; no dejaba de revisar el móvil. Era mayor que los demás y llevaba una maleta negra que insistió en guardar él mismo en el maletero.
Jaime arrancó el coche y comenzó el trayecto. Al principio, todo fue silencio. Marta fue la primera en romperlo.
—¿Cuál es el motivo de vuestro viaje? —preguntó, intentando suavizar el ambiente.
—Una conferencia de tecnología —contestó Jaime sin apartar la vista de la carretera.
—Voy a visitar a unos amigos —dijo Héctor, quitándose un auricular momentáneamente.
—Por trabajo —respondió Carlos de forma escueta.
El trayecto estuvo marcado por conversaciones triviales entre algunos de ellos. Sin embargo, Carlos permanecía callado y no dejaba de mirar hacia el maletero desde el interior del coche. Cada vez que hacían una parada, Carlos se acercaba al maletero, lo abría y revisaba que todo estuviera en orden. Héctor, a pesar de mantenerse al margen en las charlas, no podía evitar notar la extraña actitud de Carlos, pero prefirió no hacer comentarios.
Un poco después de haber recorrido la mitad del trayecto, se encontraron con algo inesperado: una larga fila de coches detenidos. Un cartel más adelante avisaba: “Control de drogas”. El ambiente dentro del coche cambió por completo. Carlos comenzó a sudar, mirando nervioso por las ventanillas. Marta se movía incómoda en su asiento, y el más explícito fue Jaime:
—Maldita sea…
El coche avanzaba lentamente hasta que llegaron frente a uno de los agentes. Este les indicó que bajaran del coche y abrieran el maletero. En ese momento, Carlos palideció. Héctor, observando la situación, comenzó a atar cabos mentalmente. Cuando la policía comenzó a inspeccionar el maletero, Héctor se acercó al agente y susurró:
—Oiga, agente. El dueño de esa maleta negra es muy raro. Seguro que lleva algo más que ropa.
De repente, los perros empezaron a ladrar, pero en otra dirección, hacia otro coche en la fila. Ante la convicción de haber encontrado algo allí, el agente les ordenó continuar su marcha.
—Parece que encontraron lo que buscaban —comentó Jaime con alivio mientras reanudaban el viaje.
Al llegar a las afueras de Madrid, Héctor sugirió hacer una última parada antes de entrar en la ciudad. Bajaron del coche Jaime, Héctor y Marta, mientras Carlos los observaba desde el asiento trasero, con desconfianza en la mirada.
—Ese tipo es muy raro —dijo Héctor en voz baja—. Estoy seguro de que lleva algo ilegal en la maleta.
Jaime y Marta intercambiaron miradas. Sabían que Héctor tenía razón.
—Podríamos denunciarlo… o aprovechar esta oportunidad, ¿no os parece? —añadió Héctor con una sonrisa maliciosa.
—Estás loco —exclamó Jaime, aunque sus palabras sonaban menos convencidas de lo que pretendía.
Marta se movió en silencio, esbozando una ligera sonrisa.
Carlos, desde dentro del vehículo, comenzó a sospechar de las intenciones de sus compañeros. Se bajó rápidamente e intentó abrir el maletero para coger su maleta, pero lo siguiente ocurrió en cuestión de segundos: Héctor lo golpeó en la cabeza, y Carlos se desplomó al suelo como un muñeco roto. Los tres abrieron la maleta del herido, y lo que encontraron les dejó sin aliento: paquetes de droga envueltos en plástico.
El destino final ya no era Madrid. En lugar de continuar hacia la ciudad, tomaron una carretera secundaria. En un barranco remoto, el cuerpo de Carlos desapareció para siempre. Cada uno de los tres ocupantes del coche se llevó su parte del botín. Madrid, con sus brillantes luces y su vida ajetreada, esperaba a tres personas que nunca volverían a ser las mismas que al inicio de aquel viaje.