La casa del fin del mundo

2024-10-14T17:06:29+01:0014/10/2024|

Por la pequeña avenida, justo al final del camino, se podía ver entre los árboles la silueta de la vieja casa. Era una construcción de dos plantas que aún resistía, a pesar del paso de los años. Los pocos vecinos que se atrevían a acercarse la llamaban “La casa del fin del mundo”, siempre envuelta en una espesa niebla que parecía intentar ocultarla.

Era evidente que la casa tenía una gran antigüedad. Sus ventanas, casi todas rotas, colgaban peligrosamente, a punto de caer al suelo. Nadie sabía cuántos años tenía, pero todos coincidían en una cosa: esa casa era inhabitable.

Durante años, se contaron extrañas historias, pasadas de boca en boca, cada una más terrorífica que la anterior. Los relatos hablaban de sombras moviéndose detrás de las ventanas, luces que parpadeaban en el interior a pesar de que hacía décadas que no había electricidad y, sobre todo, de los gritos que resonaban en las noches de mal tiempo. La casa llevaba muchos años deshabitada, y aunque nadie quería acercarse, la curiosidad atraía a algunos.

Una noche de otoño, cuatro jóvenes decidieron desafiar las leyendas. Estaban decididos a pasar la noche en la casa. Jesús, Carmen, Sergio y Laura habían escuchado las historias desde pequeños, pero, como muchos otros, pensaban que eran supersticiones de abuelos. Decidieron que pasarían la noche en “La casa del fin del mundo” para demostrar que no había nada que temer.

El camino hacia la casa era fangoso y serpenteante. Cuanto más avanzaban, más pesado se volvía el aire. La niebla, que durante el día envolvía la casa como un leve velo, se tornaba espesa y opresiva al caer la noche.

El sonido del bosque se apagó. Solo quedaba el crujido de las hojas bajo sus pies, y podían escuchar la respiración acelerada del grupo. Ninguno lo expresó en voz alta, pero todos comenzaron a sentir miedo. Aun así, continuaron, guiados por las luces de sus linternas, intentando no demostrar su temor.

Cuando finalmente llegaron a la casa, una ráfaga de viento frío les erizó la piel. La puerta principal estaba entreabierta, como si los invitara a entrar. Se miraron entre ellos, sin que nadie quisiera ser el primero en retroceder. Jesús, el más valiente del grupo, empujó la puerta y los cuatro entraron.

El interior de la casa era tan lúgubre como el exterior. El olor a moho y madera podrida casi les hizo vomitar. Los muebles estaban cubiertos de polvo y telarañas, y un tapiz en la pared se desprendía en tiras. El silencio dentro de la casa era absoluto, como si las paredes absorbieran los sonidos. A pesar de la oscuridad, Carmen notó algo extraño: aunque parecía abandonada, la casa no estaba del todo vacía. Había huellas, como si alguien hubiera estado allí no hacía mucho. La idea la estremeció, pero no dijo nada para no parecer paranoica.

De repente, escucharon pasos en el piso de arriba. Con miedo, se dirigieron a las escaleras y subieron. Lo que encontraron en una de las habitaciones los paralizó de terror: Laura estaba de pie en el centro de la habitación, su cuerpo completamente rígido. Frente a ella estaba Jesús, sosteniendo un libro antiguo, lleno de extraños símbolos. Ambos tenían los ojos completamente en blanco.

Antes de que pudieran reaccionar, las puertas de la habitación se cerraron de golpe con un estruendo, y la temperatura bajó bruscamente. Las luces de las linternas comenzaron a parpadear y a fallar. Una figura oscura apareció en el centro de la habitación, avanzando hacia ellos. Sergio y Carmen comenzaron a gritar, golpeando la puerta, intentando derribarla, pero era inútil.

El aire se llenó de susurros, palabras ininteligibles que aumentaban el terror. Justo cuando la oscuridad parecía consumirlo todo, Jesús dejó caer el libro con un grito desgarrador y cayó al suelo.

El silencio volvió a apoderarse de la casa. El frío mortal que los envolvía empezó a desvanecerse. “La casa del fin del mundo” quedó en silencio una vez más. Pero no tuvieron tiempo de gritar ni de correr. El techo se desplomó sobre ellos, golpeándolos mortalmente. Lo último que escucharon fue una voz susurrante que decía:

—Nunca debieron haber venido.

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