Historias y vivencias de un camarero en Calella (IX)
Una vez ya en la Sala Mozart, tenía que renunciar a los fines de semana en La Quadra, se lo comenté a Jose.
—Jose, ya no podrás contar conmigo los fines de semana, los horarios son incompatibles.
De esta manera, acabó definitivamente mi relación con La Quadra, aunque me pidió un favor más.
—Hilario, ¿no conoces a nadie que pueda venir a trabajar?
—Mira, pues sí, tengo un amigo al que le puede interesar.
El jueves de la semana siguiente fui a La Quadra para presentarle a Jose mi amigo Javier.
Jose le explicó todo y quedaron de acuerdo que el sábado a las 8 empezaba.
El sábado, después de cerrar la Sala Mozart, me quise acercar a tomar algo a La Quadra, saludé a todo el mundo, ya que todos me conocían, y me acerqué a Javier que estaba fregando los vasos.
—Hola Javi, ¿cómo lo llevas?
—Bien, muy bien, ¿me puedes hacer un favor? —me preguntó.
—Dime Javi, ¿qué quieres?
—Cuando entré a currar, dejé la bicicleta junto al Hostal Vell Park, no me acordé de atarla, ¿puedes ir fregando tú unos minutos y voy a cerrarla?
Yo sabía que Jose no diría nada, por eso acepté.
—Si ves, que yo te cubro la pica.
Y como dice la canción de Joaquín Sabina, “y me dieron las 10 y las 11, las 12, la 1 y las 2”. Si, si, hasta las cuatro fregando los vasos y no volvió. Se dejó allí un reloj, que luego se lo llevé a su casa para preguntarle por qué hizo eso.
—Es que Jose me chillaba.
—No me lo creo.
—Si, si, desde la otra parte de la barra me decía, “Javi necesito jarras de sangría”.
La cara que le puse fue antológica, ¿que quería, que se acercaran a él y le pidiera por favor jarras, en medio de toda la faena?
Como dije antes, ya estaba asentado en la Sala Mozart y ahora empiezo con las vivencias.
Durante un tiempo, un vagabundo solía aparecer los días de frío. Después ya cada día. A pesar de ser vagabundo, siempre venía limpio y aseado, se sentaba en una mesa apartada y no tomaba nada, no tenía dinero. Por caridad humana nunca le exigimos que tomara nada, los clientes cuando lo veían le invitaban a café o bocadillo que él aceptaba gustosa y educadamente. Pero todo empezó a cambiar, venía sucio y dejado. El día que más me impactó vino con toda la ropa llena de sangre, también la cabeza, era sangre seca. Le dije si quería que llamara a una ambulancia, a lo cual él se negó. Ya no aceptaba las invitaciones de los clientes, alguna vez incluso escupía en el suelo, ya me vi en la obligación de llamarle la atención.
—Usted no puede estar aquí con este aspecto.
—¿Por qué no?
—Si usted no consume en este local, tendrá que abandonarlo.
—No pienso marcharme, me quedaré aquí.
Ya no solo ocupaba una mesa, se cambiaba continuamente, el olor que dejaba producía náuseas.
—Pues tendré que llamar a la policía.
—Llama a quien quieras, no me voy.
Efectivamente, llamé a la policía que se personó en pocos minutos (ahora es diferente)
—¿Qué sucede? —me pregunta uno de los policías.
Le explico la situación.
—Ese hombre, aparte de mal olor ¿falta el respeto a las demás personas? —preguntó el policía.
—No, se cambia continuamente de mesa y no quiere consumir nada.
—Entonces no lo podemos sacar de aquí.
—¿Y el derecho de admisión qué?
—Si cumple las normas del local de ir vestido acorde al tiempo que hace y no produce ningún altercado, tiene todo el derecho de continuar aquí.
—No quiere consumir nada, ¿no es motivo?
—No.
—Entonces, ¿si vienen 20 personas y ocupan 20 mesas sin consumir nada yo que hago?
—Aguantarse hasta que se quieran marchar.
Cuando la policía se marchó, el vagabundo se dirigió a mí.
—Chico, todavía tienes que aprender mucho de leyes.
Pasados unos días dejó de venir, por la calle tampoco se le veía.
Unos años después, volvió con un traje, corbata y elegante como un dandi, se sentó en una mesa apartada igual que solía hacer.
—Buen día, ¿qué le pongo?
—¿Te acuerdas de mí? —me preguntó.
—Si, me acuerdo, por supuesto.
—Mira, la vida tiene muchos altibajos, un día arriba, otro día abajo. A mí me gusta volver a los sitios que me trataron bien. No quiero tomar nada, estaré aquí sentado, mirando, y todos los que entren mientras esté yo, están invitados.
Ante mi mirada de incredulidad, del bolsillo sacó unos cuantos billetes, me los entregó diciéndome:
—Ves cobrando de aquí las consumiciones y si se acaba avísame que tengo más, pero no digas a nadie que soy yo el que invito.
Pasadas tres horas, se marchó después de dejarme una buena propina, a nadie le dije quien pagaba, aunque todos querían saberlo, nunca más lo he vuelto a ver.
Cierto día, una persona se paraba cada dos o tres casas y rezaba a gritos. Pasada media hora, entra en la cafetería, al compañero que tenía en la barra le pide una cerveza, empezando una plegaria mientras se la bebía.
—Mi padre me ha dicho que el fin está cerca, que tengáis mucho cuidado, mi madre no está, pero mi padre os ayudara.
De un trago se bebió toda la cerveza girando sobre sí mismo y dirigiéndose a la calle. —Oiga caballero, tiene que pagar la cerveza —le exigió el compañero.
—La pagará mi padre.
—¿Quién es su padre?
—Mi padre es Dios.
Acto seguido salió corriendo, sin dejar tiempo para cogerlo.
Como curiosidad, ¿qué creéis que es la cosa más extraña que se dejaron alguna vez en la cafetería? Cosas raras muchas, pero la vez que se dejaron dos máquinas de escribir Olivetti, pero no juntas, una en una mesa y otra en la otra parte del bar, dejarse una es raro, pero dejarse dos, dos personas diferentes, raya lo antinatural.
La semana que viene más historias en la Sala Mozart.