Historias y vivencias de un camarero en Calella (VIII)
Como cada año, en marzo y octubre tenemos que cambiar la hora en los relojes. En La Quadra eso era muy difícil, si se tenía que adelantar la hora, los clientes se quejaban y a regañadientes (jajajaja) Jose aceptaba no cambiar la hora para no perjudicar a los clientes. Si el caso era atrasar la hora, no podíamos defraudar a los clientes y se realizaba como mandan los organismos. Conclusión: de una forma u otra una hora más no nos la quitaba nadie.
El tiempo fue pasando y yo creciendo, la alegría de la juventud por trabajar de noche se estaba acabando, así que decidí buscar un trabajo de otra cosa.
El conocer a tanta gente me ayudó a encontrar algo nuevo, algo totalmente diferente: una fábrica de calcetines. Si, el cambio fue radical; del jolgorio y la música de la noche a escuchar solo el ruido de máquinas textiles. Después de los años de La Quadra empecé el nuevo trabajo. Al fin tenía fines de semana libre, aunque a decir verdad, muchos fines de semana los pasé trabajando: me llamaban por enfermedad de algún camarero o por despedirse a la francesa otros.
La fábrica se llamaba Duch-Codina, frente al restaurante Los Gallegos, turno rotativo cada semana, mañana, tarde y noche.
El trabajo era más mecánico, pero también tengo algunas anécdotas.
Cuando llevaba unos meses, al colocar una correa en un embarrado (motor que hacía funcionar 50 máquinas), se me enganchó el jersey y por mucha fuerza que yo hiciese, la máquina seguía tirando. Tras un par de minutos de lucha, faltaba muy poco para perder el brazo, cuando un compañero de la otra sección al verme empezó a gritar.
—¡Parad el embarrado, que lo mata!
Tuve suerte, lo pararon a tiempo y todo quedó en un gran susto y una herida en el antebrazo derecho.
Un compañero tenía la mala costumbre de desayunar croissants calientes todas las mañanas. Vigilaba la puerta y, cuando venían a traerle el pan y las pastas al restaurante, como se lo dejaban en una caja cerca de la ventana, salía y cogía el desayuno diario (actualmente no se podría hacer, no quedaría nada del género).
Al final, la fábrica se traspasó y unos cuantos quedaríamos en la calle. Quedaban dos semanas para el cierre de la empresa cuando un amigo, Francisco Mesa, me comenta que donde él está trabajando se marchará en quince días, si me interesaba podía hablar con el jefe.
—Por supuesto, ¿dónde es?
—La cafetería del cine, Sala Mozart.
A la semana siguiente tenía la entrevista. La casa la conocía porque muchas veces los camareros de La Quadra solíamos hacer el vermut y jugárnoslo a los chinos.
La entrevista fue con el Sr. Arcadio (hijo) en su casa, hablamos de las condiciones y nos pusimos de acuerdo: contrato de un mes de prueba y si estábamos todos a gusto pasaba a fijo en la empresa.
Yo he tenido la suerte de trabajar con buenos jefes (la mayoría) pero por encima de todos hay dos: Antonio y Arcadio (padre). Antonio saldrá un poco más adelante.
Empecé el uno de mayo, día del trabajador del 1981. Esta cafetería es un tanto especial, tengo muchas vivencias (también algunas no contables).
Mis primeros compañeros fueron Jose y Cristóbal. El primero al poco de entrar se marchó y el segundo fue una institución en el local, juntos estuvimos muchos años hasta que se jubiló. Las partidas de cartas y el dominó por las tardes eran memorables entre los asiduos.
Al principio, los clientes no tenían confianza conmigo, pero fue pasando el tiempo y todo cambió. Por entonces, pasaban por el local todo tipo de personas, desde el director de La Caixa hasta Román, el trapero del pueblo. Son tantas las anécdotas que seguramente no las podré contar cronológicamente porque se me amontonan en los recuerdos.
Unos clientes que teníamos era un matrimonio muy mayor. Cada día venían a tomar el café o a desayunar algo y cuando se pusieron las máquinas tragaperras se engancharon y todo se lo jugaban a las máquinas. Yo muchas veces les decía que ya había salido un premio de los grandes para que no jugaran más, pero a ellos les daba igual, continuaban jugando. Cuando se acercaba su fin, continuaban jugando aunque prácticamente ya estaban ciegos, no podían ni distinguir las figuras de la máquina pero seguían. Más de una vez se agotaban las partidas de su juego y seguían dándole a los botones como si estuvieran jugando.
Otra anécdota con las tragaperras. Un día entra una mujer y se dirige a mí:
—Hola, mire, quería comentarle una cosa.
—Dígame, señora, ¿qué desea?
—Ese hombre que está jugando a la máquina es mi marido, no lo deje jugar más.
—No puedo prohibirle jugar, si se comporta correctamente no se lo puedo prohibir.
—Pero haga algo, por favor.
—Lo único que puedo hacer es que cuando me pida cambio hacerlo esperar un poco más, mientras hago cualquier otra cosa —de esa manera lo hice durante toda una semana, al llegar el sábado volvió la mujer y se dirigió otra vez a mí.
—¡Tú, eres un mentiroso! —me gritó.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Me dijiste que no le dejarías jugar.
—Le dije que le haría esperar un poco más, pero no puedo negarle cambio —fue entonces cuando intentó entrar en la barra gritándome.
—Te voy a sacar los ojos —mientras me amenazaba con las uñas.
—Señora, yo la entiendo, pero es a su marido al que tiene que chillarle, no a mí —mientras sucedía esta discusión, el marido estaba tan tranquilo jugando a las máquinas. Al final, los dos se marcharon para su hogar, ella no volvió a hablar sobre el asunto conmigo.
Al principio de los 80, que es cuando empecé a trabajar en Can Salom, era el auténtico bar del pueblo. Por las tardes, desde las dos aproximadamente hasta que oscurecía, las partidas de cartas y dominó eran el pan nuestro de cada día. Muchas partidas, muchos jugadores han pasado. Era curioso, todas las mesas eran ocupadas siempre por los mismos jugadores, poco a poco fui descubriendo el por qué. La mayoría estaban discutidos con otros y se negaban a jugar en la misma mesa. Alguna vez me pregunté si eran humanos.
Un día de los primeros años, en la mesa que jugaban al Canario (juego de cartas al que yo no se jugar), uno de los cuatro falleció de un infarto (en su casa, no en el local) y el entierro era a las cuatro del día siguiente, justo a la hora de empezar la partida.
A la hora en punto empezó la partida con un nuevo jugador en el lugar del fallecido, ninguno fue al entierro (la mayoría de veces sí que algunos iban a los entierros, ese día no).
Los primeros años trabajando era una auténtica locura, el bar siempre lleno de humo (parecía Londres) y la cafetera no paraba. Diariamente se gastaban un mínimo de tres kilos de café (eso son muchos cafés, os lo aseguro). Todavía no se habían abierto las nuevas cafeterías (La Xicra, Canapè, La Tetera, etc.) en Calella y solo había tres locales con buen café (a mi gusto personal): los reyes eran Can Fandiño, Can Piferrer y Can Salom, las cafeteras de brazos te hacían coger fuerza sin ir al gimnasio.
A lo largo de mi jornada, el Señor Arcadio siempre estaba sentado en una mesa observando la clientela y por si hacía falta echarme una mano, siempre con un chupito de whisky y su puro Breva. Repito lo anterior, los mejores jefes fueron él y Antonio de Can Xena.
Por esta semana ya está bien, la semana que viene las anécdotas más divertidas para los que conocen el lugar.