Historias y vivencias de un camarero en Calella (III)
El segundo año también fue bueno en cuanto a trabajo, realizaba los mismos trabajos que el anterior. No podía pedir más, ayudaba en la economía familiar y tenía mis pequeños ahorros. Mi madre se encargaba de gestionarlos para que no los malgastara. Este verano teníamos al abuelo con nosotros. El apartamento tenía dos habitaciones, nosotros éramos cinco más el abuelo, como dice el refrán: “éramos pocos y parió la abuela”. Mi familia de Madrid vino de vacaciones a casa, eran cinco más. Imaginaros diez personas en un apartamento de dos habitaciones, éramos muchos, pero nos divertimos un montón.
Durante el día, mi primo Pepe y yo dábamos vueltas por la playa, recogiendo los tapones de champán que encontrábamos. Al llegar la noche, cuando nos obligaban a meternos en nuestras camas, sacábamos las armas y empezábamos a bombardear a las chicas con los corchos, mientras más gritaban ellas más corchos les caían en la oscuridad de la noche. Pasado un rato de guerra, normalmente era mi tío el que se levantaba y ponía orden (alguna vez incluso con un pequeño cinturón).
El silencio solo duraba unos minutos, no tardaban en aparecer los corchos y los gritos de ellas. Volvían a poner orden los mayores, era la misma situación varias veces durante el horario nocturno.
Cuando podíamos, íbamos a coger mejillones a la Roca Grosa y sus alrededores, alguna vez hasta un pequeño pulpo. Recuerdo también los paseos por la playa con mi primo, éramos inseparables. Al pasar cerca del bar Caribe, Francisco Pérez (una gran persona) nos paraba y a la pregunta de:
—¿Dónde van ustedes dos? —Sabía que no era nuestra dirección habitual, lógicamente nos devolvía a la casilla de inicio como en el juego de la oca.
Tengo que decir, sin temor a equivocarme, que fue unos de los mejores veranos de mi vida. Mi familia de Madrid regresó a su hogar y yo empecé el colegio, 8º de EGB.
En el colegio tengo que reconocer que iba muy justo, sacaría el curso, pero tendría que esforzarme.
Las vivencias del colegio son agridulces, uno de los recuerdos que tengo es de las horas de patio.
Salíamos todos en bandada hacia la pista de futbol, una vez en ella teníamos que hacer dos equipos, para hacerlos la primera norma era:
—A la izquierda los del Barça.
—A la derecha los del Español.
—¿Y yo con quién juego?
—Tu puedes arbitrar, ja, ja, ja.
Obviamente me quedaba sin jugar a no ser que faltara uno para completar equipo.
No fue esto lo más duro del colegio, lo más duro venía a la salida. Un grupo de ocho o diez me esperaban, me paraban para preguntar.
—¿Tu eres del Barça o del Madrid?
Las primeras veces siempre contestaba lo mismo.
—De los dos, me gustan los dos.
No era la respuesta esperada por ellos y volvían a insistir.
—¿Del Barça o del Madrid?
A mi que no me gusta que me impongan nada, daba la respuesta menos esperada por ellos.
—Del Madrid, ¿qué pasa?
Lo que pasaba os lo podéis imaginar: una oleada de golpes sobre mi cuerpo, hasta el día siguiente a la misma hora, durante aproximadamente 20 o 25 días.
Las madres no son tontas. La mía era poco culta, pero no era tonta. Cuando cada día veía que yo había llorado le extrañaba, pensó al principio “mi hijo se puede pelear como cualquier crío, pero cada día no”.
Después del pensamiento pasó a la acción, fue preguntando a todos los compañeros de clase que conocía si me peleaba cada día en el colegio, al final uno fue valiente y le explicó lo que pasaba cada día a la salida del colegio.
Al día siguiente fue a hablar con el tutor de nuestra clase, el señor Babures (gran maestro por cierto), le explicó lo que ella sabía y yo nunca le conté.
Al empezar la clase dijo:
—Me llegó una información que me entristeció, me informaron que cada día un grupo de alumnos de esta clase espera al compañero Marín y por no se sabe qué causa le propinan golpes y patadas. No quiero que esto vuelva a suceder ni una sola vez, el o los responsables serán expulsados automáticamente, ¿lo habéis entendido?
Lo entendieron perfectamente, ya no me esperaron a la salida del colegio nunca más. Otra cosa que no puedo dejar de contaros sucedió en la carretera nacional, justo delante del colegio Lestonnac. A un tráiler con cajas de cerveza se le desplazó la carga y acabó toda esparcida por la carretera, justo a la hora que salíamos todos de los colegios. Los encargados de vigilar la carga, nos ofrecían un paquete de seis cervezas por cada caja de cartón o plástico que le lleváramos, para ellos poder reciclar las enteras. Os aseguro que la mitad de la carga que no se rompió acabo en casa de los alumnos de los colegios, eso hoy sería impensable.
¿Acabarán aquí todos los males de mi estancia en el colegio Salicrú? Eso lo contaré en el próximo capítulo.