Egoísmo familiar
Juan tenía 59 años, vivía solo en un cuarto piso y sus cuatro hijos vivían fuera de la ciudad. Él se quedó solo cuando falleció su mujer, de eso hace ya seis años. Antonia es la vecina de Juan, también vivía sola desde hace muchos años ya, también se quedó viuda muy joven, pero a diferencia del vecino, ella no tenía hijos. Como cada año cuando se acercan las Navidades, son momentos de melancolía para los dos.
Juan echa de menos a su esposa y le gustaría pasarlas con sus hijos y nietos, pero ellos tienen muchas amistades y muchos compromisos, no pueden visitar al solitario padre, una llamada de vez en cuando y en Navidades, por turnos, uno de ellos pasa los días de Navidad y Nochebuena con él.
Juan notaba que únicamente estaban esos dos días por obligación, no veía ningún tipo de felicidad en la cara de sus hijos, ni sus yernos o nueras cuando le tocaban pasar esos días junto a él.
Antonia siempre que salía a comprar le preguntaba a Juan si necesitaba algo, él le pedía lo que necesitaba ese día, lo clásico: pan, arroz, tomates, etc. Cada uno con su carácter se comprendían y ayudaban. Una vez, Antonia se rompió un pie, fue Juan el que estuvo con ella en todas las visitas al médico, y durante esas seis semanas él tenía la llave de la casa de ella y le ayudaba en todo lo relacionado en ella; limpieza, cocinar… lo necesario para tener una casa decente.
Esas Navidades serian diferentes. Juan como tradicionalmente hacía, compraba un décimo de lotería, siempre soñó que un año le tocaría. Como cada año, al día siguiente del sorteo miró los premios. Este año tuvo suerte, le devolvían el dinero. No lo cobró, lo cambió por otro décimo para el sorteo del Niño.
El hijo que ese año le tocaba pasar el 24 y 25 con él, le llamó.
—Hola papá, ¿cómo estás?
—Bien hijo, como cada año pensando en tu madre.
—Papá deja de pensar en ella, ya no está, hay que vivir la vida.
—Si hijo, lo sé, pero la echo tanto de menos.
—Algún día te darás cuenta que es perder el tiempo, papá. Te llamaba para comentarte que este año no podré estar contigo, el coche se me estropeó y no podré desplazarme. Lo siento papá, cuando esté el coche arreglado iremos mi mujer y yo con los niños.
—No te preocupes hijo, lo entiendo, disfrutad esos días entre vosotros. Ya nos veremos, besos a los niños.
Cuando colgó no pudo reprimir las lágrimas. Se sentó en un sofá mirando por la ventana con la tristeza en su rostro, un rostro que a pesar de no ser tan mayor estaba surcado por las arrugas de la experiencia. El 24 por la mañana, la vecina llamó a su puerta, como hacía habitualmente.
—Buenos días, Juan, ¿necesita algo de compra?
—No Antonia, lo que yo necesito no lo encontrará en la tienda —contestó Juan mientras se le caían las lágrimas.
—¿Qué pasa, algún problema vecino? —preguntó ella.
—No, sólo que siento un poco de pena, mi hijo que le tocaba este año venir no puede —contestó él entre sollozos.
—No se preocupe Juan, no seré igual que su hijo y sus nietos, véngase a mi casa, cenaremos juntos y mañana comeremos también juntos, ¿le parece bien?
Juan dio un paso al frente y abrazó fuertemente a Antonia.
—Gracias, gracias, menos mal que la tengo a usted, si no moriría de pena y soledad.
—No, vecino no me tiene que dar las gracias, cuando yo lo necesito usted también está junto a mí, tenemos que apoyarnos mútuamente.
—Vale haremos lo que dijiste, pero con una condición, yo pago todo lo que compres.
—Ni hablar —contestó ella— pagaremos a medias como es de ley.
A las ocho de la noche, Juan llamaba a la puerta de ella.
—Buenas noches, Antonia.
—Buenas noches, Juan, pase, pase.
La mesa ya estaba preparada, el vino en la nevera, se sentaron para escuchar el discurso del rey, les pareció que como siempre no dijo nada nuevo.
Se sentaron en la mesa, degustaron los platos que preparó ella, todo estaba buenísimo.
Entre bocado y bocado y copa y copa la noche fue pasando, cuando se dieron cuenta era la una de la madrugada.
—Bueno Antonia, tendremos que ir a dormir ya, ¿no te parece?
—Si Juan que mañana tenemos que preparar la comida de Navidad.
Se dieron un beso en la mejilla y se desearon felices fiestas.
Él se marchó a su piso pensando que eran las mejores Navidades en muchos años, estaban dos seres solitarios juntos, no necesitaban nada más.
Al día siguiente, entre los dos prepararon la comida de Navidad, se sentaron a comer a las tres de la tarde, acabaron de comida y sobremesa a las diez de la noche. Los dos se contaban las cosas que les habían sucedido en la vida, se sentían muy bien, estaban tan a gusto que quedaron también para comer el día de San Esteban y fin de año.
Esos dos días también los pasaron entretenidos. Empezó el año nuevo y volvieron a su rutina, solo quedaba de fiestas los reyes y no lo celebraban ninguno de los dos, él les mandaba un giro de cincuenta euros a cada uno de sus nietos, y ella no tenía a nadie que regalar.
Pasaron los días y un día él se acordó del décimo de la lotería que tenía, el sorteo ya se había realizado y no pensó en mirarlo, ese día se acercó a la administración a comprobarlo.
El vendedor conocía de toda la vida a Juan. Pasó el boleto por la máquina y el semblante cambió.
—Juan, te han tocado 200.000 euros.
—No hagas bromas, Jacinto.
—Mira la pantalla.
Efectivamente le correspondía esa cantidad, cogió el décimo y se marchó a su casa, llamó a sus cuatro hijos para darles la noticia, todos se pusieron muy contentos.
No habían pasado cinco horas de la noticia y los cuatro hijos y los siete nietos estaban en su casa contentos por la noticia que les dio su padre. Sonó en ese momento el timbre, abrió uno de los hijos.
—Dígame, ¿qué desea señora?
—Perdone, soy la vecina, es para preguntarle a Juan si necesita algo, que voy a comprar.
—No, no necesita nada, y si lo necesita ya bajaremos nosotros—respondió cerrando la puerta de golpe.
—¿Quién era? —preguntó el padre.
—Una vecina, pero ya se marchó —viendo cómo se comportaban sus hijos, tomó una decisión.
Uno de los hijos le preguntó:
—¿Qué vas a hacer con el dinero papa? —esperando una respuesta agradable.
—Escuchadme, escuchadme bien, la mitad de ese dinero será para la persona que más me aprecia.
Todos esbozaron una sonrisa, esperando que dijera su nombre.
—La mitad será para la señora Antonia, esa mujer que acaba de llamar, seguramente para preguntar si necesito algo.
—Papa, piénsalo bien, seguro que vino para pedirte dinero al enterarse de que te tocó la lotería.
—Esa mujer es la única que se preocupa de cómo estoy y si necesito algo, y cuando estoy triste me habla hasta que nota que ya estoy bien.
—¿Es más importante que tus hijos? —preguntó otro de ellos.
—No, no es más importante que vosotros, pero se preocupa por mí mucho más que vosotros, sois unos egoístas totales, hace pocos días me dejasteis solo sin importaros nada, y ahora en unas horas estáis todos aquí.
La cara de ellos era un poema.
—Salid, salid de esta casa y volved solo cuando sintáis la necesidad de abrazar a vuestro padre. Mientras tanto, dejadme tranquilo, que viva los años que me queden en armonía y paz.
Acabada esta frase, todos salieron del hogar de Juan. Pasados unos años, comprendieron las palabras del padre, y uno a uno volvieron a pedirle perdón. Ya cada año se juntaban para Navidades todos juntos y siempre estaba con ellos la señora Antonia, que era una más de la familia.