Coleccionista de tesoros

2022-02-07T10:09:04+01:0007/02/2022|

Los vecinos le conocían hace muchos años, era una persona muy normal, cariñoso con su esposa y muy mimoso con sus hijos. Llevaba más de 50 años en aquel pueblo, las partidas de cartas en el bar, los paseos por las calles principales en familia y de compras, un vecino como cualquier otro.

Hace diez años que empezó el cambio, no fue de golpe sino que fue gradual. El comienzo coincidió con el fallecimiento de su esposa, ya no era tan habitual verle en las partidas ni jugando a la petanca los domingos en el parque. Después del fallecimiento de su mujer, los hijos se marcharon uno a uno, los cuatro lejos del pueblo, uno a Londres, otro a Mallorca, el tercero a Madrid y la chica, la más pequeña, se casó con un suizo y se marchó a vivir a Suiza.

Era muy raro que volvieran al pueblo a visitar a su padre, incluso en Navidad estaba solo, algunos vecinos lo invitaban a sus hogares, él declinaba siempre la invitación con la misma frase:

—No quiero ser una molestia y mucho menos que nadie me invite por pena —pasaba el tiempo prácticamente solo, ya no hablaba con nadie, no se acercaba al bar para nada, los lugares donde había reuniones los detestaba, no quería ni acercarse.

Al principio de quedarse solo, únicamente solía salir por las noches y si veía algo en los bidones de basura que le llamara la atención lo recogía y se lo llevaba a su casa, de esta manera comenzó lo que él llamaba colecciones.

La casa era muy grande para él nada más, organizó las habitaciones que nadie usaba para guardar sus recopilaciones de objetos para coleccionar.

En una habitación tenía las botellas de plástico, como tenía tantas no podía colocarlas y se fueron amontonando desde una pared a otra, llegado el momento si no cabían las chafaba para poder meterlas en la habitación correspondiente.

La segunda habitación albergaba los periódicos y revistas, cientos, miles de periódicos y revistas ocupando la mayor parte del cuarto.

De esta manera, una tras otra todas las estancias estaban casi completas de sus tesoros.

Llamaba la atención una de ellas, esta estaba llena de botellas de butano, propano y cosas similares.

Nadie suponía que estuvieran en su poder todas esas bombonas, hacía un tiempo que desaparecían de los patios y aceras cuando se dejaban para que se las cambiaran. Nadie sospechó de él.

Los niños, cuando pasaban cerca de la casa, se asustaban si lo veían salir, le tenían miedo y si podían no pasaban cerca de la casa, preferían dar un rodeo por temor a encontrárselo.

Ya nadie le saludaba, por temor a sus contestaciones:

—Dejarme en paz, chafarderos —era una de sus favoritas.

Cada día solía llevar la misma ropa, no se cambiaba a pesar de tener una de las habitaciones llenas de ropa, toda la ropa que los vecinos colocaban en el contenedor de ropa de Cáritas, por las noches desaparecía y acababan en casa de él.

Varias veces vino la policía para visitar la casa, a lo cual él se negaba, con no abrirles la puerta tenía suficiente, se acababan marchando.

Varios vecinos se quejaban de los fuertes olores que salían de su casa, a pesar de todo, la policía no consiguió una orden para poder entrar.

Aquel día no se encontraba muy bien de salud y después de hacer la recogida nocturna, se sentó en uno de los pocos espacios que le quedaban libres en la casa junto a una mesa, amontonó todas las colillas que tenía del día y les sacó el tabaco que tenían. Cuando acabó de desmenuzar el tabaco con un papel de fumar que un vecino siempre le daba, lío artesanalmente los cigarrillos que sé fumaría al día siguiente.

La recogida del día fue buena, consiguió doce cigarrillos, se premiaría esa noche fumándose una colilla de puro que encontró en la puerta de la iglesia. Encendió el puro, aspiró fuertemente el humo y miro distraídamente los tesoros que le rodeaban. Mientras miraba sonreía, nadie en el mundo tendrá tantas colecciones como él. Dejó el puro al borde de la mesa, se bebió un vaso de agua, al no tener sueño todavía, decidió dar una vuelta más para ampliar sus colecciones. Quería dar una vuelta cerca del cementerio, ya que mucha gente tiraba sus pertenencias detrás de la tapia, y hacia allí se dirigió.

El puro seguía consumiéndose en el borde de la mesa, una pequeña brisa hizo que el puro cayese junto a la colección de cáscaras de nueces y cortezas secas de frutas que tenía al lado de la mesa. Que prendieran aquella colección fue fácil, lo que tenía aquella casa dentro era gasolina para el fuego.

Las llamas corrían como pólvora por dentro de la casa. Unos vecinos que se dieron cuenta avisaron rápidamente a los bomberos, estos llegaron en pocos minutos, las mangueras fueron distribuidas por los alrededores, el problema era la parte trasera, justo el lugar donde tenía toda la colección de bombonas, cosa que desconocían los bomberos.

A pesar de la intervención rápida de ellos, el fuego avanzaba hacia el polvorín que era aquella habitación, la llamas prendieron la puerta y amenazaban con entrar dentro del habitáculo.

El dueño de la casa, al ver el jaleo, empezó a insultar a los vecinos, acusándoles de querer matarlo.

Lloraba desconsoladamente y solo repetía:

—Mi tesoro, la mayor colección de bombonas se quemará.

Uno de los bomberos, al escuchar esa frase, le preguntó:

—¿En qué parte de la casa están las bombonas y cuantas hay?

—Muchas, la colección más grande jamás pensada —el bombero se asustó, aunque las bombonas de butano no suelen explotar, tantas juntas podían crear un fuego de dimensiones enormes.

Tuvieron que trabajar a una velocidad enorme y con un grado de precisión nunca visto en un incendio. Justo cuando empezaba a arder la habitación, los bomberos consiguieron controlar las llamas y enfriar la habitación para evitar la desgracia.

El hombre fue encerrado por problemas mentales, todo el pueblo desconocía que tuviera un síndrome de Diógenes tan fuerte.

Los hijos vinieron avergonzados al pueblo, por la dejadez que tenían con su padre.

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