Lucía
19 de mayo de 1970. Primeras horas de la mañana. Lucía, una pequeña niña de solo 8 años, era dejada en unas manos que no eran las de su mamá. Su madre partía a Buenos Aires, la ciudad más importante de Argentina. Dejaba atrás su provincia natal, Chaco, a unos 900 kilómetros de distancia. 900 kilómetros de pena, 900 kilómetros de tristeza, 900 kilómetros de dolor.
La mamá de Lucía, que se llamaba Sofía, marchaba con dolor y una vieja maleta con muy pocas cosas y muchos sueños. Y de la mano también llevaba a Santiago, de 4 años, el hermano de Lucía. Sofía subió a aquel tren sin mirar atrás, no quería ver la mirada de dolor de Lucía, un dolor insoportable para una niña de 8 años, un dolor por el que no tendría que pasar ningún niño de esa edad. Antes de subir solo un frío beso, no quería venirse abajo y desmoronarse, aunque también es verdad que nunca fue una madre muy cariñosa.
Lucía no quería moverse del andén número 2 de aquella fría estación, quería ver marchar el tren con una parte de ella, su madre y su hermano, pero su abuela María no quería ver más dolor en esa criatura. La cogió de la mano y, a fuerza de tirones, fue sacando a Lucía de aquella maldita estación. Para salir de la estación tenían que pasar por un puente, donde las pequeñas manos de Lucía se agarraron fuertemente a los barrotes y no se quería soltar mientras el tren estuviera al alcance de sus ojos. En el silencio de la estación solo se escuchó el desgarrado grito de Lucia. “¡Mami no me dejes, llévame contigo!” El eco del grito se escuchó en el aire pestilente de aquella estación, después solo silencio.
María era una abuela dura, la vida en aquella Argentina de su juventud la curtió de todo dolor posible. Nunca consolaba a Lucía, al contrario, le reñía por su debilidad, por no entender que su madre estaba buscando un futuro para todos. En aquel entonces, casi todos los que salían de sus provincias a Buenos Aires regresaban contando maravillas y con mucha plata para toda la familia, lógicamente todos querían una vida mejor y Sofía no era la excepción. Pero en su caso no valió la pena, las cosas no eran tan fáciles como se las habían contado. La niña quedó con su abuela con la promesa que pronto regresaría a buscarla. Una vez por semana llegaba el tren de Buenos Aires, cuando escuchaba el silbato del tren Lucía salía corriendo con la esperanza de ver a su mamá. Mucha gente saludaba por las ventanas, pero su mami no aparecía ningún día y el dolor cada vez era más grande en el corazón de Lucía. Y de esta manera fueron pasando meses y más meses y su corazón se podía romper en cualquier momento.
Las cosas se ponían difíciles para la abuela María, ya que aparte de Lucía tenía otro nieto que crió desde pequeño. No entraba prácticamente dinero y eran tres bocas para alimentar. Un día se acercó una mujer a la casa de enfrente de la abuela, donde vivía una niña también de la edad de Lucía. Querían que la niña fuera niñera, a lo que el padre dijo que no, pero les informó que en la casa de enfrente vivía una niña muy espabilada que posiblemente si quisiera ser niñera. Se acercó a la casa y le preguntó a la abuela si estaban interesados. La abuela no lo dudó y dijo que sí, en la situación que estaban una boca menos era muy importante ya que la madre no daba señales de vida, ya hacía un año que estaba fuera. Y de esta manera fue como Lucía empezó su primer trabajo. La niña estaba muy contenta, porque en esa casa tenían comida en abundancia y se acabó pasar hambre.
Lucía ya cumplió los 9 años, pasaron los meses y llegaba la Navidad. La abuela María por estas fechas viajaba a Buenos Aires a visitar a sus hijas todos los años, pero ese año ni siquiera fue a ver a Lucía para despedirse o llevarla con ella, solo le mandó una nota donde le decía: “Lucía, no puedo pasar a decirte que me marcho a Buenos Aires para no darte el disgusto y que llores como siempre que te acuerdas de tu madre. Con esa familia estarás bien estas Navidades y no te faltara nada.”
¡Que equivocada estaba la abuela! Si le faltaba algo, algo que no le podían dar en aquella casa. Ese algo era su madre y su amor, eso no se lo podía dar nadie. La única persona que se lo podía dar estaba a 900 kilómetros. Su pequeño corazón se volvió a romper en 900 pedazos, uno por cada kilómetro que la separaba de su mamá.
La familia Roncal trataba muy bien a Lucía. Y se la llevaron un mes entero de vacaciones a Buenos Aires, un mes en el que intentaron localizar a su mamá pero fue imposible porque no tenían ningún dato del paradero de su madre. Pasado el mes, con la tristeza de Lucía, tenían que volver a casa y poner 900 kilómetros de distancia entre madre e hija. Cuando regresaron siguió un tiempo más con la familia Roncal, hasta que la abuela regresó y traía con ella a Santiago, el hermano de Lucía. Mientras Sofía, la madre, trabajaba en Buenos Aires, tenía que dejar al niño al cuidado de una mujer (digamos mujer por llamarla de alguna manera). Una mujer alcohólica que se emborrachaba y pegaba al niño y lo maltrataba. Claramente las cosas no eran como Sofía había imaginado.
Con el tiempo, la madre reunió dinero para poder juntar a los hermanos, la abuela vino a buscar a Santiago y se lo llevó para reunirlo con Lucía. La desdicha de Santiago continuó porque la abuela decidió dejarlo en casa de una tía durante poco más de un año. En casa de su tía, el niño recibió malos tratos peores que los recibidos en Buenos Aires, con el agravante de abuso sexual por parte de varios familiares. Pasado el tiempo, aquel niño se convirtió en un hombre, pero desgraciadamente por lo vivido fue un hombre lleno de odio y resentimiento. Hizo sufrir a su madre en sus días de enfermedad lo indecible, era todo rencor. Sofía seguramente tenía la mejor de las intenciones, pero no fue suficiente porque el dinero nunca puede suplir la fortuna de vivir juntos en familia, ni por supuesto todo el oro del mundo puede comprar el amor de una familia. En cuanto a Lucía, ya pasaron 50 años y aun se le saltan las lágrimas recordando el dolor que sintió cuando con sus manos agarradas a la barandilla vio que un tren se llevaba lo único que ella tenía y quería: a su mamá.